…no soy uno de los grandes artistas sabios de nuestro tiempo... No soy uno de esos artistas locuaces de los que tanto abundan hoy, capaces de cantar veinticuatro veces en un instante lo que es el arte, mientras que en veinticuatro años no podrían mostrar ni una sola vez en sus obras lo que es el arte….
Caspar David Friedrich (1774-1840)
LA SENDA DE UN CHAMÁN
Maider Beunza
Los antropólogos suelen compendiar las más elementales y profundas inquietudes humanas sobre la vida en tres estados o sentimientos: la seguridad (alimento y refugio), el sexo (placer y prole) y la muerte (miedo, cosmogonía y religión). Y parece ser que a ello se ha remitido Hilario Bravo en esta revisión integral de su obra, cuando la ha clasificado en seis amplios campos de estudio:
LA EXISTENCIA, donde en esa visión genérica de la vida ha recreado los elementos del por qué existimos para trasladarlos a la esencia y presencia de lo femenino, desde la carnalidad de la sexualidad a la fertilidad, personificadas en Venus y en la Diosa Madre.
LA NATURALEZA,
entorno al que el artista asiste como observador atónito frente a la dualidad
que nos impone: la belleza del suave fluir de las aguas, los misterios y
peligros de la variedad animal y vegetal, etc. y las imponentes fuerzas que la
definen en sus riadas, tormentas y volcanes.
LOS TRAYECTOS, donde el ser humano va
tomando conciencia iniciática de su tiempo vital, el camino que ha de transitar
utilizando los eternos símbolos del discurrir de los ríos, las escaleras que
nos indican el arriba y el abajo de nuestras acciones, y las vías del tren que
se ha de tomar para recorrer este nuestro único viaje de ida sin retorno.
LAS ESTANCIAS, recintos donde, al hilo de ese discurrir, hallan refugio los estados anímicos, y en los que se sosiegan los miedos, se aplacan las turbaciones y descansan las fatigas; donde se regocija y se alimentan el espíritu y el pensamiento, y donde, finalmente, los distintos estados y estadios del ser hallan el consuelo por el desasosiego que produce el conocimiento.
EL ÉXTASIS, proceso inmediato a ese
estadio de cercanía y conocimiento de las cosas, el cual transporta al artista
–mediante la luz y las imágenes, la palabra pronunciada o escrita, el número o
el símbolo— al estado visionario de lo oculto, puesto que es consciente de que el arte no reproduce lo visible, sino que lo hace visible.[1]
EL DESTINO, como vertiente opaca y resbaladero de la vida, donde acechan los más abyectos fantasmas del ser humano, capaces de desatar el galope aterrador de los jinetes del apocalipsis para la humillación de lo divino que en sí mismo posee; pero también su entrega ineludible al tiempo en el devenir de la edad y al sometimiento de toda vida entregada al destino último de la tierra.
A este esquema quieren dar enunciado y solución las
inquietudes que han movido la obra de Hilario Bravo, a lo largo de estos cincuenta
años de reflexiones, sobre los problemas que acucian al ser humano desde que se
tiene noticia. Y esto es así porque existen personas –a las que a menudo
llamamos artistas, aunque bien les cupiese el epíteto de locos o, como poco,
frikis— capaces de mirar la vida con una visión más cercana a la profunda
perplejidad que a la de los asombros superfluos.
Es por ello, y quede como aviso, que cuando aquí se utilice el término «chamán» quedan con él descartados los de «mago», «faquir», «brujo», etc. para referirnos al de «curandero» en el más estricto sentido de un «sanador» que actúa como médico, psicopompo, sacerdote y místico, y entendiendo también como «chamanismo» la técnica de éxtasis mediante la cual se entabla una relación de dominación con los espíritus auxiliares, y los demonios y espíritus de la Naturaleza, haciendo así la pertinente distinción entre «poseído» y «poseso».
Demasiado
enquistadas en las parcelas de la ciencia y de la religión, deberíamos leer
estas denominaciones desde un ángulo más heterodoxo pues, al contrario, en nada
ayudarían al esclarecimiento de lo que se pretende, a menos que, forzando la
comparación, situemos a ese chamanismo como un camino al éxtasis, lo cual nos
conduciría a recapacitar sobre los hechos de los santos quienes, también
mediante el trance, dicen que llegaban a obrar prodigios en esa comunicación
espiritual con las fuerzas invisibles. A ello se refiere Mircea Eliade cuando
apunta sobre los chamanes que esta restringida minoría mística no solamente
dirige la vida religiosa de la comunidad, sino que también, y en cierto modo,
vela por su «alma». El chamán es el gran especialista del alma humana: sólo él
la «ve», porque conoce su «forma» y su destino.[2]
Astarté. 1990 Talla en madera y gotas de sangre |
Ahora
bien, esta forma mandálica de ver el arte, entre sanadora y reflexiva, choca
frontalmente con todos estos términos hasta ahora empleados. Pero, es que
«espíritus», «demonios», «fuerzas auxiliares», etc. no se emplean en este
contexto como palabras para estricto uso de majaderos. Es decir, lejos de ser
unos timadores ignorantes y charlatanes, los chamanes se advierten como
individuos quienes –a modo de cualquier místico oficial— han llegado a un
estado de conocimiento sobre la vida secreta que va más allá de lo que conocen
la mayoría de los adultos; esto implica disciplina, entrenamiento mental, valor
y perseverancia… ya que muchos de ellos se han especializado en el
funcionamiento de la mente humana y en la influencia de la mente en el cuerpo y
de la mente sobre la propia mente.[3]
Si bien es cierto que no todo el mundo vale para santo, así mismo no cualquiera sirve para chamán, pues éste surge de una personalidad desestructurada por una ruptura en su equilibrio síquico, manifestado habitualmente por una hierofanía capaz de romper las fronteras entre lo profano y lo sagrado. Y no quepa duda de esa heterodoxa sacralidad que define al chamán –ser absolutamente dispar del resto de la comunidad—, en la intensidad de su condición religiosa tan vehementemente ligada a las enseñanzas de la naturaleza, y manifestada por ésta tan contundentemente como pueda ser la caída de un rayo.[4] Ya en ciertas sociedades, que con tanta prepotencia solemos denominar como «primitivas», vemos que aquellos niños que comienzan a dar trazas de una cierta despreocupación por lo cotidiano, y que se les advierte inmersos en su mundo interior –cercanos al éxtasis—, llaman poderosamente la atención del grupo que, lejos de entregarlos al terreno del adocenamiento de la sicología occidental, ve en ellos un indicio de la llamada de los dioses y de los espíritus, la cual no se manifiesta necesariamente a través de problemas físicos, como la epilepsia, pero sí con una especie de aflicción metafísica que les hace «diferentes», puesto que ya próximo a la madurez, el candidato empieza a tener visiones, canta mientras duerme, gusta de pasear solitariamente, etc.; tras un periodo de incubación, se acerca a un viejo chamán para que lo instruya.[5]
Alejados ya del lenguaje religioso o etnológico, estas actitudes no dejan de ser un reflejo de lo que pueda observarse en la personalidad general de los artistas y poetas más admirados, tras las singularidades personales que los definen, pues cuántos de ellos no han experimentado accidentes traumáticos (Joseph Beuys), largas enfermedades (Antoni Tàpies), locura (Vincent van Gogh), etc. o que simplemente han vivido epifanías, a veces trágicas (Jackson Pollock), otras dichosas (Paul Klee[6]).
Una vez
manifestadas las aptitudes del candidato, ya solamente resta el aprendizaje del
método el cual, tanto en chamanes, artistas y místicos, se pone en manos de los
maestros, herederos de la tradición empapada de experiencias, aunque de ella a
menudo terminen apostatando. El chamán explora con el vuelo mágico, el dominio
del fuego, la llamada a los animales, etc., técnicas que a una le recuerdan, en
lo anímico, los estados de arrebatamiento de los místicos y a la concentración del
auténtico artista con su dominio de los materiales, sus técnicas de relación de
ideas, etc. Cada cual con sus estrategias, todos ellos tratan de darles forma
para concordar las respuestas a sus dudas, puesto que, en cualquier caso, les
une la manifestación de una crisis síquica que tratan de entender con su lucha
ante lo intangible y con esa proyección de lo particular hacia lo general que
tanto en común tienen con la sanación simpática, el arte y la religión;
disciplinas en las cuales si vale para uno, vale para todos, y cuyo fin último
es la salubridad individual y colectiva debida a vivencias y experiencias
significativas, tal y como él mismo pudo advertir de niño[7].
Y
es así por qué el trabajo de
Hilario Bravo –quien confiesa haber sentido su primera epifanía a los cuatro años con el descubrimiento de sus sentidos, en Almoharín[8]; en su juventud, con motivo de los Encuentros[9] (Pamplona,
1972); y en su madurez, con la visita a la iglesia de San Luis de los Franceses[10] (Roma,
1995)— siempre se ha visto inspirado por ese fervor chamánico, de tal forma
que, hasta en los trabajos que pudiésemos considerar más dispares, subyace una
inspiración preneoclásica como puede ser el caso de su serie La danza (2012),
en la que una ve más una
imbricación con las representaciones del paleolítico que con
cualquier otra época del arte, puesto que, por su carácter sintético, las
figuras femeninas se ven como venus entregadas a las evoluciones chamánicas de
su trance.
Sus juveniles
lecturas sobre etnología y antropología –aunque el hecho del acercamiento a
este tipo de lecturas ya indica una intencionalidad de búsqueda— marcaron para
siempre las fuentes de su inspiración. Magia, ciencia y religión, de
Bronislaw Malinovski; Cartas de una antropóloga, de Margaret Mead; Alma
primitiva, de Lucien Lévy-Bruhl; La rama dorada, de J. G. Frazer; Arte y grafismo
en la Europa prehistórica, de A. Leroi-Gourhan; La imagen de la mujer en
el arte prehistórico, de H. Delporte, etc. no son sino algunas de las
muchas lecturas consecuentes con el impacto que le produjo el estudio sobre la Mitología
vasca, del padre Barandiarán.
Fue este último autor, y la inauguración de la serie de esculturas Cosmogonía vasca, de Néstor Basterrechea, en el donostiarra Museo de San Telmo (1973), las espoletas que dispararon su inquietud y que vería arropadas en ese templo al vacío que es el monte Aguiña, donde gustaba de pasar noches de acampada al refugio intelectual de los 107 crómlech, 11 dólmenes, 4 túmulos, un menhir, y de la escultura de Oteiza en homenaje al padre Donostia, todo ello a la espera de que emergiera, entre la alfombra de nubes a sus pies, el sol naciente cuyos rayos atraviesan la sencilla vidriera de la capilla de Luis Vallet para colorear el aire de la campa en azules y amarillo.
Es en este «retiro al desierto», en esta relación con la naturaleza abierta a los misterios de
los árboles y de la noche, al calor de las cuevas de Aránzazu o de Landarbaso o
en los paseos por las umbrías de los bosques guipuzcoanos y navarros, donde
experimenta esa estrecha relación entre el numen y el inconsciente colectivo, pues, aunque no hay que olvidar que
el nacimiento al mundo del arte de Hilario Bravo surge en un País Vasco de tan
rica cosmogonía –y que años más tarde amplió con sus estudios sobre la Mitología
extremeña[11],
especialmente la de las Hurdes—, estos conocimientos y experiencias, sumados a
la pasión por las culturas ajenas al europeísmo –principalmente África y
Oceanía, alentadas por la visita a estas secciones de los museos europeos
disfrutadas con la beca de Berlín (1983-84)— moldearon a nuestro artista en el
convencimiento de que la auténtica realidad del arte era ajena a la
perspectiva, las teorías ópticas y todos aquellos dogmas del arte surgidos con
y a partir del Renacimiento.
Gracias
a todo este bagaje, Hilario Bravo se va sintiendo cada vez más persuadido de
que ese tipo de arte es un ejercicio que ha inmolado la «Verdad» en el altar de
la «Belleza», por lo cual es, en ese retorno a los comienzos del arte, donde
cree se pueda hallar la esencia del verdadero quehacer artístico, calificativo
éste que a él ya le suena vacío cuando lo comienza a ver más cercano a la expérience
mystique que Lévy-Bruhl confiere al arte primitivo. Porque quizás, el
término «artístico», en este su nuevo contexto, se le antoja demasiado manido
por los defensores de un arte de lo bello, el cual tenga, quizás, más que ver
con lo bonito y agradable, y con lo placentero a los sentidos, etc. que con sus
intenciones y afanes más encaminados hacia un arte que, en la búsqueda de esa
verdad, «utiliza» la
obra como espacios para la flexión del raciocinio prelógico –él las llama
«pizarras del pensamiento»—, para dirigirse, revestido con la seducción de la
naturaleza en su estado primigenio, por los derroteros de la angustia creada
por lo inexplorado.
Fascinado por la idea de que la primera obra de arte fuesen los meandros trazados sobre la arcilla –a imitación de los osos al pulir sus garras (arte / imitación)— que en ciertas cuevas[12] pueden admirarse –Altamira, entre ellas— comienza Bravo a construir un sistema expresivo en el que su obra, sin dejar de ser «imitativa» de los elementos de la naturaleza, va ampliando su registro a lo «intuitivo», el cual surge de lo que «sucede» en la mente del ser humano durante la contemplación, y de cómo todo ello puede inducirnos a la comprensión de nuestro exterior, o sea, a la «sanación» por la luz de lo estudiado. Tras ello se puede atisbar una trascendencia de esa cura que, en cualquier caso, es utilizada por él como mojones implantados en el transcurrir del tiempo y que están destinados al recuerdo de lo aprendido, puesto que esos seres humanos, animales, plantas o conceptos abstractos que Hilario Bravo utiliza como símbolos son, precisamente por ello, no descripciones de seres específicos, sino esencias universales de lo descrito.
Ejemplo de esto lo
podemos apreciar en los diversos ejercicios de autorretrato que ha ido
realizando a lo largo de su trayectoria. En ellos cabe apreciar que, lejos de
reconocer las características fisonómicas del artista, se nos ofrece un
elemento universal como es la cabeza humana pero que, en su tratamiento del
material (parafina, telas rasgadas, plásticos, sangre, etc.) o de los símbolos
que la rodean (flechas, cuchillos, orificios…), nos muestra, más que a un
individuo, un estado anímico específico extrapolable a todo el género humano.
Y
es que, Hilario Bravo, actúa sobre su obra con una especie de «desmañamiento», con un aparente distanciamiento para, precisamente, conseguir
que sus descripciones tengan ese poder anímico o primitivo capaz de llevarle a
la fuente principal –si no primigenia— del «lugar del entendimiento» o, dicho
de otra forma más definitiva y hasta atrevida, a tomar y estudiar los frutos del
Árbol de la Ciencia, y del Bien y del Mal.
[1] «Diarios 1898-1918», Paul Klee. Alianza Forma, 61. 1987
[2] «El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis». Mircea Eliade. Fondo de cultura económica. México, 1960
[3] «Aboriginal
Men of High Degree». A. P. Elkin, 1945.
[4]
Obsérvese la relación con la revelación de Saulo cuando se
encontró con una luz, más brillante que el resplandor del sol de mediodía,
o por la caída de piedras o fuego desde el cielo, véase el Manel, Tecel,
Fares del profeta Daniel, o la manifestación de las lenguas de fuego en
Pentecostés que otorgaba valentía, libertad y comprensión (glosolalia).
[5]
«El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis». Fondo de cultura
económica. México, 1960. Pág. 31.
[6] El color me posee. No tengo que tratar de
capturarlo. Me posee por siempre, lo sé. Ese es el sentido de la hora dichosa:
yo y el color somos uno. Soy pintor. «Diarios
1898-1918», Paul Klee. Alianza Forma, 61. 1987
[7]
Por las noches, en aquel luminoso valle de la Arcadia y durante el breve tiempo
que el cansancio infantil te permite revisar el día, para grabar así por
siempre esas felicidades en la memoria, mi padre aprovechaba para pegarme, en
el centro de aquel pecho feliz aunque enfermo, un sello del Padre Damián que mi
madre, devota del abogado de los leprosos y mártir de la caridad, le había
encomendado encarecidamente que me pusiera… Fue, para mi salud, un remedio
«mano de santo» según la tierna fe de mi madre. Aunque todo esto yo también se
lo atribuyera al sol, los baños, las frutas, al aire límpido y, por qué no, a
la vitalidad que me proporcionaron los nuevos descubrimientos de mi incipiente
vida en ese siempre asombroso Valle del Jerte. «Recuerdos en la niebla», Memorias inéditas
de Hilario Bravo.
[8]
Aquella anécdota de la observación del «Infierno», vivida en los libros del
cura de Aiete,
venía servida por mis recuerdos en el pueblo de Almoharín.
Allí me había sido ya inoculado un cierto virus poético en mis sentidos cuando
me recuerdo extasiado ante el espectáculo de la lluvia sobre la superficie de
las charcas cubiertas de ese verdín floreado de la primavera, sintiendo el
tacto sensual del musgo sobre los canchales, y el penetrante olor de la sangre
y el agónico chillido de los cerdos en la matanza. Pero también en el cerril
enamoramiento, de niño de cuatro años, al que sucumbí con una monja que me
socorrió sentándome sobre la rejilla de un brasero, para secar mis calzonas
empapadas por el charco donde caí por prestar más atención al magnífico
espectáculo del primer arco iris de mi vida que al balón con el que estaba
jugando en el recreo. «Recuerdos en la niebla», Memorias inéditas de Hilario Bravo.
[9] En cualquier caso, todas estas ligeras
penurias nada fueron para la experiencia que me aguardaba ya que marcó, como he
comentado en alguna ocasión, mi otra epifanía artística. Habría de encontrarme,
en la ciudad que siempre defino como «la más simpática del mundo», con todo un
universo desbordado de actuaciones, conciertos, happenings, performances,
exposiciones, es decir, una ciudad que hervía en arte y liberaba vahos de
libertad y pensamiento en aquella España gris y áspera de los años 70.
«Recuerdos en la niebla», Memorias inéditas de Hilario Bravo.
[10] Pintar como en una pizarra donde ahora no se viertan los
pensamientos, sino los sentimientos de soledad, el negro de negros
caravaggiesco, la luz arropada de oscuridad, el atisbo de la realidad en la
sombra sagrada, apartada, que estos mentecatos de a quinientas liras la
iluminación, y con los ojos llenos de escamas, se empeñan en destrozar. «Cuaderno de Roma»,
Hilario Bravo. Dep. Publicaciones Diputación de Badajoz, 2002. Pág. 20
[11]
Mitología extremeña, Hilario Bravo. Ed. Ojo
avizor, 2012
[12]
Con frecuencia se ha dicho que fue la visión de esas marcas de uñas lo primero
que impulsó al hombre primevo a expresarse. «El
presente eterno: Los comienzos del arte», Sigfried Giedion. Alianza Forma, nº 16 pág. 330, 1981