CARTA ABIERTA
Javier San Martín
Sr. HILARIO BRAVO
San Sebastián, 25 de Enero de 1985
Estimado amigo:
Me pide Vd. unas breves líneas para incluir en el folleto ilustrado que acompaña a su exposición de pinturas en la C.A.P. de Guipúzcoa, en la que tiene intención de reunir los cuadros que el tiempo ha ido esparciendo por diversas ciudades y cubriendo con su inexorable pátina amarillenta, con el propósito indudablemente sano y renovador, de hacerlos revivir en el instante presente del arte.
Yo quisiera tener autoridad para desempeñar cabalmente el papel que Vd. me brinda, pero me declaro tan pequeño para un menester como ese, que si no quiere relevarme de la tarea a la que me somete, le ruego que se contente con encabezar el catálogo de su exposición con estas breves líneas –sin pretensiones de juicio crítico ni aires de comentario autorizado— en las que he pretendido trazar, aunque ello hiera su probada modestia, el semblante de su actividad creadora.
Mis recursos son definidos aunque fragmentarios. Las obligaciones de nuestras carreras respectivas, la suya el caballete y el pincel, el ejercicio de las letras y el pensamiento la mía, han alejado a menudo nuestros destinos, tan unidos en los años de nuestra juventud, de manera que el semblante que habré de esbozar de su figura, estará plagado de inevitables lagunas. Debido a ello, he tenido a bien titular este humilde escrito con la expresión –mitad militar, mitad meteorológica— de Ráfagas del Recuerdo.
Un fuerte abrazo de Javier San Martín.
Profesor de Historia del Arte en la Facultad de Bellas Artes de Bilbao.
Poema en la arena, I. 1983 24 x 19 cm Óleo sobre tela |
1. - A la playa de la Concha, adolescentes, acudíamos por las tardes de los días nublados, cuando la ausencia de bañistas vulgares nos permitía comulgar con la belleza del mar, la arena y el cielo, y llenar nuestra sensibilidad de experiencias inolvidables.
En la playa dibujábamos colillas, patios andaluces en miniatura, la Isla de Santa Clara, etc., y jugábamos –¡cómo no!, pues no éramos sino niños— a saltar y a correr bajo la atenta mirada del pintor Manuel García, y de la propia bahía, que parecía observar nuestros juegos con indulgentes ojos anaranjados. Y nosotros también nos parábamos para mirarla a ella, su sinfonía amenazadora de naranjas y violetas, y recuerdo cómo nos sentíamos juguetes del esplendor, a menudo geométrico, de este cielo que admirábamos, mientras, imitando la intranquila existencia del mar, tornaba el fuego residual del sol ya desaparecido en infinitas combinaciones de turquesa pálido, malva, y más al fondo, como telón solemne y definitivo, el azul cobalto y profundo del cielo cantábrico, sobre el que flotaban penachos de rojo vaporoso y –en algún raro crepúsculo— verde cobre. Los montes que dibujaban la Bahía se cubrían de un azul rojizo, que sangraba lentamente su dosis de azul hasta convertirse en violeta dorado, como la máscara de algún dios inexistente.
Pertrechados de semejante dosis de espiritualidad, como cuentan que se llenaban los Requetés después de la Misa de campaña al amanecer, antes de entrar en combate, nos sentíamos dispuestos a las mayores proezas artísticas, y realizábamos dibujos cargados de simbologías cósmicas, una vez retiradas cuidadosamente las migas de un humilde bocadillo en el Bodegón San Marcial –local luminoso donde los haya—, donde volvíamos a encontrar, siempre bajo la atenta dirección espiritual de Manuel García, maestro comprensivo y excitante, la luz y los colores del crepúsculo en algunos ojos de mendigos que allí merendaban, en alguna taza de café de plástico, o en las mismísimas puntillas doradas de un huevo frito o en el chorizo cocido que lo acompañaba. Dentro de nuestro universo mental, los objetos humildes o vulgares funcionaban siempre –igual que en el sistema que fundó el filósofo Platón en el siglo IV antes de JC.— como símbolos de lo grande, y aún del universo entero; de forma que, tras embriagarnos por la tarde con el grandioso espectáculo del cielo y las nubes, teníamos, después, por la noche, acceso iniciático al mundo minúsculo de aquel subterráneo repleto de pobres.
Poema en la arena, II. 1983 24 x 19 cm Óleo sobre tela |
2. - También hay recuerdos menos cargados de laboriosidad conceptual. Un par de años después, cuando nuestro infantilismo nos hacía considerarnos ya maduros y habíamos roto las amarras del aprendizaje de la sensibilidad, acudíamos, jóvenes y brutales, a la cita con la vulgaridad (se entiende la vulgaridad de 1972): un par de chicas, un par de latas de cualquier cosa aceitosa, pan y amor agrario interrumpido sobre alguna campa, y después, la bajada suicida en el "4-L" conducido por Hilario, jugándonos la vida, porque pensábamos por entonces que era totalmente nuestra y nos gustaba el azar.
Una ley inexorable: cuando el artista lanza su actividad hacia afuera (mujeres, ciudad, alcohol, viajes...) la actividad propiamente artística decae e incluso desaparece totalmente. Si el artista es adolescente, y nosotros lo éramos, ni siquiera es consciente de que esta actividad exterior tiene un significado estético.
Nosotros abandonamos el arte, y el abandono era incongruente, pero no definitivo. Después vendrían otros abandonos más cultos, es decir, menos cargados de emotividad.
Tres personajes, 1983 61 x 15 x 10 cm |
Pero no sólo éramos jóvenes urbanos amigos del escándalo. También comenzábamos a desarrollar fuertemente el sentimiento estético vasco, aunque Hilario fuera cacereño y yo hijo de emigrados. Pasábamos muchas tardes en la Biblioteca Municipal tratando de descifrar las enseñanzas del "Quosque tandem...!", y un día nos fuimos a Agiña para ver el monumento al Aita Donosti y nos quedamos allí a dormir. Por la mañana, cuando amanecía y los primeros rayos del sol herían aquellas piedras sagradas, no pudimos evitar que toda la piel se nos llenara de pequeños bultitos, eso que tan plásticamente se suele denominar carne de gallina.
Raspa y T, 1986 22 x 16 cm Óleo sobre tela |
5. - Cuando los Encuentros de Pamplona nos fuimos allí con la mochila y estábamos todo el día de un lado para otro devorando arte como verdaderos posesos. Una noche asistimos al pabellón Anaitasuna a un concierto de música tibetana y tocaban tan bajito, y era tan sutil que hasta los músicos llevaban pantuflas de fieltro para no hacer ruido al andar. Los dos estábamos de acuerdo en que era verdaderamente sublime.
Por la noche íbamos a dormir a una casa abandonada en las afueras, donde se juntaban muchos artistas sin techo. Una noche cuando estábamos ya metidos en el saco, fumando el último cigarro antes de dormir, Hilario me confesó que era la primera vez que veía a un hippie al natural. La verdad es que tampoco eran hippies auténticos, sino intelectuales catalanes que llevaban varios días sin lavarse.
Por las mañanas ponían cine de vanguardia gratis en un local céntrico, con acomodadoras y todo, y las películas eran tan modernas que un día hasta nos dormimos.
De todas formas aquello nos gustó muchísimo y cuando llegamos a Donosti nos pusimos a organizar una cosa que se llamaría "Arte en la calle", y poníamos hilitos de colores en la Plaza de la Constitución y muchas otras cosas de las que ya no quedan ni fotografías ni recuerdos; nos lo pasamos tan bien que una mañana Hilario acabó confesando que el dadaísmo es lo mejor.
Así pues expusimos en aquel bar y estábamos muy interesados por los comentarios de los bebedores, y a los tres días volaron el local con una bomba y no quedó nada de nada.
7. - Entre los cientos de inauguraciones en que hemos estado juntos Hilario y yo, recuerdo especialmente una. No consigo acordarme exactamente de qué trataba, pero sé que había zuloagas, zubiaurres, y alguien con frac recitando un discurso lamentable, los camareros del Dover que nos daban dátiles envueltos en bacon y whisky, y pillamos una borrachera tan hermosa y juvenil, que hacíamos carreras, él y yo solos, por el claustro de San Telmo, entre las estelas funerarias que tanto admirábamos y bajo la atónita mirada de algún conserje.
Una ráfaga de recuerdo también para el Sr. Luis Gil, cuya actitud, durante años, amable y desinteresada, fue más importante para nuestra formación humana y artística, que aquellos pocos números sueltos de L'Art vivant que pillábamos en Hendaya.
Cráneo. 1985
Hilario Bravo
32 x 39 cm.
Lápiz y escayola sobre papel hecho a mano
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8. - En julio íbamos a Lasarte para trabajar de taquilleros en las carreras de caballos, y siempre nos encontrábamos con un amigo llamado Pedro Plaza que como indican su nombre y apellido, estudiaba para arquitecto. Sólo le veíamos en vacaciones y era apasionante ver los dibujos y escuchar la explicación de sus proyectos recientes. Recuerdo sobre todo un faro en Galicia que no servía de faro, o mejor dicho, no servía exactamente para nada, pero era un bello e íntimo monumento a la soledad.
Pedro era un apasionado de los caballos, y como se pasaba la semana estudiando las carreras del domingo, cuando lo encontrábamos en el hipódromo le preguntábamos por sus favoritos para apostar. Jamás ganamos ni una peseta, pero creo que desde entonces la pintura de Hilario comenzó a hacerse más intuitiva y menos confiada en sistemas coherentes. Posiblemente no fuera, en aquella época, un portento de destreza manual, pero no se le puede negar la sensibilidad para estar atento al menor soplo de aire, como aconseja el más lúcido de los personajes de Justine, Pursewarden, a todos aquellos que quieran alcanzar un arte legitimo.
Otras veces venía un modelo de desnudo, y como su salario no podía entrar en el exiguo presupuesto de aquella lánguida institución, ponían una sábana grande que lo ocultaba de forma que si querías dibujarlo tenias que pagar cierta cantidad. Hilario y yo nos quedábamos por el momento sin saber cómo son las personas sin ropa, pero mientras tanto nos tomábamos unos vinos y mirábamos la cara de la gente y todas las demás cosas que hay en los bares y en la calle. Más o menos por esa época Hilario aprendió a encuadernar, y hacia unos libros verdaderamente preciosos...
Catálogo Kutxa. San Sebastián, febrero de 1985
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