ROMA DESDE EL JARDÍN
Moisés Bazán de Huerta
La trayectoria de Hilario Bravo es una de las más sólidas y constantes del panorama artístico extremeño actual. Sustentada en series y ciclos de una gran coherencia, y con una indudable personalidad, ha ido incorporando en ella su interés por la literatura y la poesía, el lenguaje, la historia, la mitología, la religión, la naturaleza, el amor y todo lo que concierne al ser humano.
En el año 1995, con el deseo de abrir nuevos horizontes, se presentó al concurso para obtener la beca de la Academia de Roma, una institución que desde 1873 viene ofreciendo una atractiva oportunidad a los artistas para ampliar su formación en un entorno incomparable. Aquellas pensiones de cuatro años, con la obligatoriedad de viajar el tercero y entregar al Estado diversas creaciones plásticas, se convirtieron desde fines del XIX y a lo largo del XX en una meta muy deseada en un panorama con escasas posibilidades de promoción. Hoy quizás no tengan la relevancia de sus primeros tiempos, pues se han multiplicado y reducido su temporalidad; son por ello menos exclusivas, pero no han dejado de ser seductoras. Hilario obtuvo el mayor plazo de los que entonces se concedían, equivalente a un curso académico. Lo consiguió tras convencer a un Jurado en el que estaban figuras como Antonio Bonet Correa o Peridis, con un proyecto para estudiar los jardines italianos, interesándose ante todo por los jardines clásicos y simbólicos.
Residió en la Academia por tanto entre octubre de 1995 y junio de 1996, con el alojamiento y la manutención cubiertos y una pequeña asignación. El privilegiado edificio de la Academia en el Gianicolo romano es un marco ideal para desempeñar una labor creativa, pues cuenta con medios suficientes y unas maravillosas vistas. Junto a ello, un aspecto enriquecedor fue la convivencia con los otros pensionados, pues Hilario forjó en Roma grandes amistades. En particular con el pintor José Manuel Ciria, con quien mantiene en el tiempo un estrecho contacto; también con Joël Mestre, compañero de viajes y charlas. Pero aprecia igualmente su relación con los becados de otras especialidades, porque le permiten salir del oficio y ampliar perspectivas. Valora en especial su afinidad con el arquitecto Antón García-Abril, también Flavio Celis, el músico Jesús Rueda, la arqueóloga Alexandra Uscatescu, las restauradoras Gema Lalanda e Isabel García o los historiadores José Antonio Hernández Latas y Carlos Hernando. Vivirían largas conversaciones y veladas, compartiendo experiencias y filosofías vitales.
La producción de Hilario en este período es intensa, y curiosamente poco conocida en España. Por ello esta muestra es una buena oportunidad para recuperarla. Un número representativo de obras fue expuesto en la Orange Art Gallery de Milán en 1996, con algunas ventas, y sólo mostró alguna pieza en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, dentro de la exposición colectiva de los pensionados en la Academia. Es por tanto, como decimos, una buena ocasión para recobrar esta etapa que Hilario recuerda con especial reconocimiento e interés.
Y para conocer esta época en profundidad contamos con una inestimable ayuda, ya que el propio artista nos ha dejado su testimonio en forma de diario. La Diputación de Badajoz publicó en 2002 el Cuaderno de Roma, que recoge las anotaciones y reflexiones escritas por Hilario durante su estancia italiana. No era para él una práctica nueva; en los años 80 ya redactaba su Diario de los sueños, y la experiencia tendría continuidad entre 1997 y 2000, como refleja el catálogo de la serie Las cuentas de Caronte. En este caso, la elaboración de un diario no fue algo premeditado y surgió de un hecho fortuito: la adquisición por un desliz de unos cuadernos de apuntes rayados, inadecuados para el dibujo y que sin embargo invitaban a la escritura manual; el formato favoreció un proceso que aun sin ello es probable que hubiese aparecido igualmente. Y es que la necesidad que tiene Hilario de expresarse es continua y no se limita al medio plástico; el diario es una fórmula paralela que le permite fijar sus vivencias, dejar constancia y perpetuar la memoria, en una suerte de lucha contra el tiempo.
Adentrarse en las páginas de este cuaderno, que inicialmente iba a titularse Memorias de un jardinero romano, es penetrar tanto en su mundo personal como en una singular forma de percibir el entorno. Hilario se desnuda en esas notas, que reflejan sus estados de ánimo y emociones, desde la admiración exaltada a las dudas, los bajones de moral, la añoranza familiar de sus tres. Revelador es el desconcierto inicial ante las expectativas que se le abren, nota común a otros testimonios conocidos: Roma absorbe. No sé en qué día vivo, no sé cómo empezar. Debería dejarme llevar por estos rosas y estos sienas nunca vistos; he de dibujar, dibujar mucho, enfrentarme al solo material. Escribir.
La ciudad y sus monumentos, iglesias, museos y obras de arte, tienen por supuesto un gran protagonismo: la bóveda de San Pietro, increíblemente sujeta en su propio vacío gracias al peso de la piedra; a Santa Agnese le crecen los cabellos hasta las profundidades de la tierra para convertirse en una maraña de raíces con nombre de catacumba; algunas esculturas de Bernini, en particular la hermosa morbidez marmórea del muslo de su Perséfone bajo el glorioso deseo que palpita en la mano de Plutón o el encrespado mar de pliegues, laberinto del éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni; el Moisés miguelangelesco, categórico y aplastante, de cuyo bloque se extrajeron las potentes fuerzas atávicas de la naturaleza humana; y la pintura, siempre: la fuerza creadora de Leonardo (Tener la capacidad del estudio, el don del análisis, el poder del método y la trascripción. Dejarlo todo escrito en un espejo: hablarle de las aguas a un espejo. Llenar el río de espejos), la concreción de Giotto, o el negro rotundo de los caravaggios en la oscuridad de su capilla en San Luis de los Franceses, con elogios de luz premonitorios de Opvs Lvcis, su primera serie tras volver de Roma.
Su diario tiene además algo de crónica de viaje, aunque sin caer en el tono tan descriptivo de su ilustre antecesor, el también pintor extremeño Adelardo Covarsí. Refleja el agotador atracón artístico que se da en Milán y Florencia. También su paso por Nápoles, Siena, Orvieto, Tuscania, el lago Vico y Asís, donde admira a Giotto y es capaz de encontrar a Mondrian, Malevitch, Albers o Rothko entre los parches geométricos de la tonaca del Santo. Incluso aparecen impresiones no vividas, recreadas a partir del relato de sus compañeros en una visita a Stromboli (pintar de oído).
Tanto en estos viajes como en la propia Roma hay un nexo recurrente, y son las grandes villas ajardinadas, objetivo de su proyecto primigenio. Villa Giulia, Villa Médici, Villa Sciarra, Dora Pamphili, la Villa Adriana en Tívoli, Villa Lante en Bagnaia, el Palacio de Caprarola, Villa Torlonia o el bosco sacro del príncipe Orsini en Bomarzo. En ellas percibe esa naturaleza domesticada, controlada, y al tiempo hermosa. Sorprendente jardín de flores opacas, jardín de flores iridiscentes que nacen al ritmo del agua y del aire. Los propios jardines de la Academia, que divisa desde el ventanal de su estudio, con sus pinos, cipreses y un sempiterno magnolio, reaparecen una y otra vez en sus escritos, matizados por la luz y el clima cambiante. Cae la lluvia sobre las hojas del magnolio, resbalando por las ramas de los árboles desnudos y purificando el siena de las paredes.
Y es que la naturaleza asume en sus textos una presencia mayor que la propia ciudad monumental. Vive intensamente cada instante, embriagado por sensaciones que lo envuelven y estimulan. Momentos de exaltación, en los que la naturaleza se revela en una danza espectacular y lujuriosa, llegando a descubrir entre las flores minúsculas ninfas verdes. Pero también de tristeza en una tarde tormentosa: Día de insoportable melancolía bajo la tormenta: los cielos encendidos granando chispas de Apocalipsis sobre Roma; los pinos recortados sobre el fuego evanescente de los relámpagos, fantasmagorías en desasosiego; esta naturaleza tremolando con tal fuerza sus hojas que caen a sacos espantando, en su voraginosa danza, a las polillas que se golpean contra los cristales de mi estudio para buscar refugio del furor. Tarde oscura que fluye como el agua de lluvia sobre el lucero sin conseguir lavar el alma. Tarde de tormenta sobre toda Roma, hermosa y temible como esta misma melancolía.
Este derroche de sensibilidad, de indudable calidad literaria, recuerda en algún momento las poéticas evocaciones de Alberto Sánchez al rememorar, en sus Palabras de un escultor, los paseos con Benjamín Palencia por las tierras de Vallecas: Quisiera dar a mis formas lo que se ve a las cinco de la mañana. Música de ramas y ruidos de pájaros entre las altísimas piedras, con un lejano voltear de campanillas ermitañas, a las cinco de la mañana en verano. (…) Esculturas de troncos de árboles descortezados del restregar de los toros, entre cuerpos de madera blanca como huesos de animales antediluvianos, arrastrados por los ríos de tierras rojas (…). Esculturas plásticas, con calidades de pájaros, que anuncian el amanecer con sonidos húmedos de rocío, y nubes largas, aceradas, sobre las nieblas del espacio, en invierno. Hay una cualidad sinestésica en las palabras de Alberto que percibimos también en Hilario Bravo. El aroma dulzón de los tilos, el calor nublado, un masaje para las sienes, las piedras que se van muriendo de musgo y grietas, y, por todas partes, el color. Escribe con luz y color, paladeando cada cambio, cada inflexión, cada matiz. El cúmulo de ejemplos en este sentido sería demasiado amplio para incluirlo aquí, aunque lo hemos visto aparecer ya en apuntes previos.
Si me he extendido en estos comentarios sobre su experiencia romana es porque son imprescindibles para entender la disposición creativa del artista al afrontar su pintura. A partir de aquí veremos el esfuerzo por traducir con el lápiz y el pincel estas vivencias, resumirlas en manchas, trazos y grafismos con su peculiar lenguaje plástico.
La actitud de Hilario es esencialista. No le interesan la descripción ni el detalle; no pretende crear tarjetas postales, como un Canaletto o un Rusiñol. En paralelo a sus textos, evoca más que registra. De hecho, muchos de sus dibujos y apuntes no están realizados in situ, sino en el estudio, a posteriori, cuando ha interiorizado su percepción. Por eso vemos cómo la complejidad del trazado de un jardín puede sintetizarse en unas pocas flores o árboles, en breves líneas o manchas de color. No hay marco, no hay suelo, no hay referencias espaciales ni anclaje alguno. Los motivos flotan, evanescentes, libres, desafiando la gravedad. Cuando parece asomar un apunte de perspectiva el autor lo rompe con alevosía, para dejarlo, como mucho, en una sucesión de elementos diagonales. Lo que sí encontramos son ritmos compositivos, ondulados, circulares, en espiral, centrífugos o centrípetos, y generalmente asimétricos. Pero incluso dentro de esos esquemas, redistribuye los pesos visuales con absoluta libertad. Mancha y línea conviven en estrecha simbiosis: manchas que van del emborronamiento a unos más gratos efectos acuarelados, y líneas nerviosas, irregulares, que puntean el lienzo o el papel en una controlada dispersión. Puede sorprender esta forma de actuar, pero no cuando se conoce la trayectoria del artista. Aunque en un momento de recuerdo y frustración tras su regreso de Italia, exclame en su diario: ¡Cómo se puede ser tan bruto para pintar Roma con rayas y puntos de color verde, blanco y amarillo!, en realidad no cabe el arrepentimiento, es su forma de ver las cosas, no hizo sino ser fiel a unos principios de síntesis y primitivismo plástico que definen toda su carrera y le otorgan una indiscutible personalidad.
La producción artística de Hilario Bravo en esta etapa es extensa y se desarrolla bajo sugerentes y hermosos títulos en italiano. Unos 50 cuadros conforman su trabajo sobre tela y madera, con acrílico y óleo sobre todo, aunque incorpora también collages y técnicas mixtas. Dos lienzos de más de dos metros, unos veinte de 130 x 162 cm y el resto en formato menor completan este conjunto. A ello hay que sumar más de 300 dibujos y acuarelas sobre papel, articulados, según ha señalado el autor, de la siguiente forma: Arcobaleno: cuaderno de dibujos que supone un primer acercamiento al tema del jardín en sus elementos más significativos. Nuvole ed acque: dos cuadernos de viaje, en los que las manchas van tomando las formas puras de estos elementos, a partir de apuntes en el Tíber, el lago Vico y otros enclaves. Il proceso delle acque: nuevo cuaderno en el que recoge los efectos del agua en las fuentes romanas, junto a las lluvias y tormentas que marcaron aquel invierno; en esta serie planea Leonardo da Vinci, gracias al seguimiento del Códice Leicester y de su ensayo Della natura, peso e moto delle acque. Il casino: cuaderno de dibujos que, en aceptación de su traducción italiana, conforman una serie crítica y no menos erótica. Y por último Malinconia ritorno: extenso bloque realizado tras el regreso de Italia, marcado por los recuerdos nostálgicos y las evocaciones.
En su obra sobre papel Hilario trabaja en varias líneas, distintos caminos de búsqueda que en cierto modo corren paralelos, aunque son inevitables las interferencias. Hay un buen número de acuarelas, con temas paisajísticos, colores cálidos y elementos reconocibles, que tiende a abandonar por no querer caer en lo excesivamente descriptivo. Parece encontrarse más cómodo en el trazo sintético y los juegos de ritmos, tendentes a la abstracción, y con la vegetación y el agua como protagonistas, no exentas a veces de referencias simbólicas. Tampoco renuncia a la figura humana y el erotismo femenino, plasmado en tenues imágenes de ninfas y sirenas.
Y entre los elementos formales cabría también incluir la escritura, que aparece sobre algunos lienzos y dibujos, aunque no con tanta frecuencia como en otros períodos. Son a veces simples títulos identificativos, pero también términos sugerentes, con palabras tachadas y letras escritas al revés, en un remedo de su admirado Leonardo. Esta situación les hace adquirir resonancias plásticas, una condición de signos gráficos que no sólo complementan y enriquecen la imagen, sino que tienen valor en sí.
La libertad y soltura con que aborda estos temas se aleja un tanto de la propia concepción del jardín renacentista que toma como punto de partida. Los jardines de las villas italianas eran considerados como una ampliación al exterior de las mismas, y a menudo eran diseñados por arquitectos, de ahí que prime en su concepción un trazado geométrico y racional muy riguroso, con cercados y parterres que compartimentan el terreno. Así lo recomiendan León Battista Alberti en De re aedificatoria, Giorgio Martini en su Trattato di Architettura o Francesco Colonna en su Hypnerotomachia Poliphili. Por más que en las obras de Hilario en los últimos años hayan ido apareciendo ciertas estabulaciones espaciales, no es precisamente la geometría lo que prima en su pintura y no sé hasta qué punto se encuentra cómodo en esos parámetros. Quiero pensar por tanto que le resultó más estimulante el espíritu del jardín manierista, más dado a cierta rusticidad y una naturaleza más selvática, agreste, pródiga en vegetación, musgo y grutas de piedra, con juegos de agua y efectos sorpresivos.
Con todo, ambos tipos de jardines incorporan otro elemento que interesa sobremanera a nuestro artista. Me refiero a la presencia en su diseño de componentes alegóricos y simbólicos, con los mitos clásicos como trasfondo. Algunos jardines se conciben como verdaderos recorridos iniciáticos, desarrollados en complejos programas iconográficos a través de esculturas en paseos, grutas y fuentes. Hilario conoce bien estos fundamentos teóricos e intelectualizados del jardín, pues los había documentado para su proyecto inicial y los ve refrendados en sólidos estudios, como el Paradeisos de Germain Bazin. Más allá del período clásico y renacentista, debieron interesarle también las distintas manifestaciones del jardín simbólico: el jardín sagrado, el jardín del paraíso, el jardín secreto, el jardín profanado, el jardín de las virtudes, el jardín de los sentidos, el jardín alquímico, el jardín de los emblemas, el jardín de la meditación, el jardín de los muertos, y otros tantos que aparecen en la literatura y despliegan múltiples posibilidades iconográficas.
Todo ello generó en definitiva un período muy enriquecedor, en el que elementos como el fuego y las cenizas, tan presentes en otras etapas, dan paso a la vegetación y al agua, sin abandonar el mundo del mito y las culturas antiguas que tanto le subyugan. Prueba de su importancia es que ha retomado este tipo de propuestas en trabajos recientes, como la carpeta de grabados Dríada, la ninfa sedienta y la instalación El bosque oculto, coincidente con la edición en 2008 de Foro Sur en Cáceres.
Un giro importante ha supuesto sin embargo la última serie gestada por Hilario Bravo, expuesta en Cáceres en noviembre de 2008 en la Sala de Arte El Brocense, bajo el título Cartas a una ninfa. En ella explora nuevos caminos y tiende hacia un mayor barroquismo compositivo, al hibridar fotografía y pintura, además de sumar materiales como el brezo e introducir collages que multiplican los perfiles y rostros de las figuras en una suerte de neocubismo. La trascendencia de otras series vira aquí hacia una concepción hedonista, en la que reverdece el sentimiento erótico, acompañado por los sugerentes versos de Safo.
Volvemos finalmente a Roma para culminar este recorrido por la que Hilario Bravo considera una de las etapas más felices de su vida. La experiencia le marcó de forma indeleble y por ello la partida resultó especialmente dura. Le costó superarlo, le pudo la malinconia, y cayó en un estado de añoralgia que en algún momento incluso tuvo secuelas físicas. El último capítulo de su diario, Vivir sin Roma, refleja de forma elocuente el desgarro vital y emocional que le invade, y por ello, nada mejor que retomar las palabras del propio artista para poner colofón a este viaje:
Roma no existe, porque es como un olor que no se retiene, un delicioso aroma a algo que desapareció entre los jardines de la melancolía. (…) Es necesario recordar Roma porque ella es un estado de ánimo tan hondo y vasto, tan pleno como una inyección de tinta en las venas de un poeta o una lavativa de color en los tímpanos sordos de un paisajista; es necesario recordar y recordarla para no vivir sino para ella, a cada paso, a cada vaso, en cualquier momento -tintes de obsesión- Roma eterna.
La luce venuta da Roma. Artistas extremeños en la Academia de Roma. Catálogo Junta de Extremadura, 2009
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