El artista parte de la diosa madre Nut, «La Grande que parió a los dioses» –y,
por ello, madre de Osiris, Isis, Seth, Neftis y
Horus —, la cual, según la mitología egipcia, era diosa del cielo y creadora
del firmamento y los astros, y se la solía personificar como una mujer desnuda,
con su cuerpo azul arqueado a imitación de la bóveda celeste y revestido todo
él de estrellas. Es en esta posición que sus extremidades simbolizaban los
cuatro pilares sobre los que descansaba el cielo y en la forma que los antiguos
egipcios explicaban la epifanía del sol, al cual Nut hacía desaparecer todas las noches,
engulléndolo en su interior, y parirlo a la mañana siguiente para que renaciese
un nuevo día.
Inspirado, pues, por el mundo de los mapas celestes que trazaron los antiguos egipcios, mediante los cuales trataban de interpretar el mundo de los astros en su relación con las cosechas, Hilario Bravo se sumerge en un viaje interior –casi chamánico— para trazarnos unos mapas ante los que reflexionar sobre el infinito espacio del «quién soy».
Es así, cómo el
artista eleva este trabajo suyo a la categoría de una actual interpretación
cosmogónica, puesto que además de mapas celestes podría verse, en la
conformación y presentación de estos papiros, ese mapa que nos indica un
sendero iniciático o, tal vez, una guía de actuación, en cualquier caso anímica
como pudiera hacerlo un mandala, porque este trabajo de Bravo puede muy bien
verse desde la contemplación cuyos ojos solo residen en nuestro más profundo
interior desde el que tratar de intuir –más que de hallar— un camino a través
del cual encontrar una vía de meditación entre los enormes vacíos de toda esa
materia oscura, ligeramente salpicada de estrellas y planetas inmersos en la
infinitud del universo, paradigma este, también, de los dioses que reinan
indiferentes sobre el absoluto abatimiento de las reflexiones humanas.