La exposición Haiku al cero constituye un hito dentro de la trayectoria de Hilario Bravo (Cáceres, 1955), un artista cuya obra ha oscilado desde los lenguajes de la pintura matérica hasta la instalación, siempre con una profunda vocación poética. En esta ocasión, Bravo se aproxima a la forma breve del haiku japonés, no como simple referencia cultural, sino como estructura de pensamiento y de percepción: la condensación de un instante en un marco mínimo, el hallazgo de lo esencial en lo cotidiano.
El haiku clásico se articula en tres versos que evocan un momento único de la naturaleza, Bravo traduce esa poética al terreno plástico a través de ensamblajes que combinan materiales heterogéneos: madera, plástico, telas, cuerdas, flores, humo, esparto. Cada pieza se configura como un microcosmos autónomo, capaz de contener, como el poema breve, un universo de resonancias espirituales y existenciales.
En el discurso crítico sobre Bravo, Miguel Cereceda ha insistido en la noción de “pintura literaria” entendida no como fusión ingenua de lenguajes, sino como proximidad de dos prácticas que comparten una misma raíz simbólica. Esta idea resulta especialmente pertinente en el contexto actual: los haikus visuales de Bravo no cuentan, sino que sugieren; no imponen un relato, sino que abren un umbral para que el espectador lo complete con su propia mirada.
El silencio que emana de sus obras es un silencio activo, comparable al ma japonés —el intervalo significativo entre las cosas—. La ausencia de estridencia se convierte en un dispositivo de atención: las capas de plástico translúcido, a veces manchadas de humo o agujereadas por el fuego, nos sitúan en una tensión entre fragilidad y permanencia, entre la violencia del tiempo y la resistencia de la materia.
En muestras anteriores, Recintos, lluvias y ventanas, Bravo ha descrito su práctica como una forma de “arqueología del pensamiento”: horadar la superficie, rasgar el plano, abrir puertas en los muros de la pintura. Esta operación no es únicamente formal, sino también ontológica: la obra revela lo que estaba oculto, como si el gesto artístico fuera un acto de excavación interior.
Los ensamblajes aquí presentados prolongan esa búsqueda. El cajón superior que aparece en varias piezas funciona como un receptáculo, casi como un relicario, donde lo envuelto en plástico —flores, telas, humo— la memoria de lo perecedero. De él descienden capas colgantes, velos que oscilan entre ocultar y mostrar, recordando que toda experiencia estética es, en último término, un umbral hacia lo inasible.
Una constante en la obra de Bravo es el empleo de materiales de desecho o fragmentos de lo cotidiano: restos textiles, ramas, cuerdas, plásticos arrugados. Este gesto no responde a una estrategia de provocación formal, sino a una voluntad de otorgar dignidad a lo efímero, de convertir lo marginal en signo. En ello se advierte una convergencia con corrientes del arte povera y del ensamblaje contemporáneo, pero con una impronta personal marcada por la espiritualidad y la memoria.
El desgaste, lejos de ser un signo de ruina, se convierte en huella, en marca del tiempo que confiere densidad a la obra. Lo frágil se resignifica como fuerza, y lo residual adquiere un carácter revelador. El plástico, símbolo de lo desechable, deviene en transparencia que permite ver lo que yace detrás; la tela, más que cubrir, parece respirar.
El diálogo con el haiku japonés no debe entenderse como exotismo, sino como un encuentro fecundo entre tradiciones. El haiku aporta la idea de condensación, de instante suspendido; la cultura occidental, con su tradición matérica y su arqueología simbólica, ofrece un contrapunto que Bravo explora con lucidez. El resultado no es un híbrido superficial, sino una propuesta donde lo oriental y lo occidental convergen en torno a un mismo núcleo: la búsqueda de lo esencial.
Haiku al cero propone al espectador un espacio de contemplación radicalmente necesario en un contexto dominado por la velocidad y la saturación visual. Frente al vértigo de lo inmediato, Hilario Bravo ofrece la pausa, la mirada lenta, el descubrimiento de la belleza en lo pequeño y en lo apenas perceptible.
Así, la exposición no solo prolonga una trayectoria consolidada, con raíces en proyectos como Ut Natura o Las cuentas de Caronte, sino que plantea un nuevo capítulo donde la fragilidad se vuelve resistencia y el silencio se convierte en lenguaje. En cada obra, como en un haiku, no hay relato cerrado: hay presencia, instante, revelación.