LA ESENCIA COMO POSIBILIDAD PICTÓRICA.
Javier Cano
El Sueño de Europa. 1993
Hilario Bravo
Ceniza, óleo, carboncillo
y collage sobre tela
33 x 24 cm
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Aproximadamente a partir del inicio de ésta década, Hilario Bravo viene insistiendo en la necesidad, en el sentido programático que Kandinsky expresó entre 1911 y 1914, que el artista tiene que relacionarse con el entorno para no ser oprimido por la angustia material. Un nexo que Hilario potencia por constituir el centro de nuestra existencia, que nos posibilite una reflexión acerca de los fundamentos de la naturaleza y de su validez en un mundo tecnificado. Quizá, por ello, mejor que ningún otro artista, su producción nos ofrece la oportunidad de analizar las modificaciones que se han venido sucediendo en el arte desde finales de los ochenta; cambios que van más allá del proceso estrictamente creativo y que atañen a la esencia del hecho artístico, a la propia afir5mación o negación de la imagen y a las especulaciones sobre los presupuestos estéticos.
Los interrogantes que se desprenden de un momento situado entre dos eras y sometido a fuertes contradicciones, han hecho que Hilario Bravo intente buscar respuestas satisfactorias, dentro de la pintura, que le ayuden a orientarse en el desconcierto que se ha provocado en nuestro modo de mirar la realidad, y que ha sacudido las raíces del proyecto humanista contemporáneo, en el que el hombre, como ser concreto, debe mantener su dependencia no sólo biológica sino también cósmica.
A este respecto, José María Moreno Galván reiteraba en 1973 – año en el que Hilario Bravo, que se hizo eco de tal juicio realizó su primera individual- cómo la década de los sesenta sirvió para equilibrar el proceso de síntesis representativa: los signos, esparcidos por la tela o el papel, no dependen de los valores formales y sirven para abstraer al despojarse del sentido estricto de la percepción. Influido por ésta idea y partícipe de los ritmos acelerados que vienen sucediéndose en el arte, desde la inmediatez expresionista a la introspección del propio artista –atrincherado en la subjetividad de su propio discurso, cargado de una fuerte dosis de ética, a veces puesto en entredicho por el abuso mercantil y por el cinismo que ello entraña-, su producción ha de incardinarse a todas esta incertidumbres y radicalismos que la vanguardia conlleva.
Un contexto sin precedentes en el que algunos creadores han vacilado entre la comercialización precipitada y el intento, paradójico en sí mismo, de ejercer un control sobre sus producciones, de lanzar lenguajes supuestamente novedosos y de multiplicar las imágenes como posibles mecanismos de ruptura. Dentro de este panorama, Hilario Bravo ha conseguido a lo largo de más de veintidós años de oficio la calma necesaria que le permite, con toda la crispación que ello pueda ocasionar, aportar un cuerpo teórico para enjuiciar un presente limitado por esa dispersión a la que los valores estéticos se hallan sometidos.
A pesar de haber nacido en Cáceres en 1955 se formó en el País Vasco dentro del pluralismo propio del final de la década de los años sesenta, aunque el interés por lo cotidiano, su versatilidad y sus diferentes cualidades, le abrieron las primeras visa a su proceso de transformación ideológica. Integrado en los círculos conceptuales que se generaron en la capital donostiarra, cuyos soportes teóricos hemos de buscarlos en las actividades desarrolladas por los Institutos Alemanes de Madrid y Barcelona y en las nuevas orientaciones dadas en la VI Documenta de Kassel, participó en diversas acciones en San Sebastián, coincidiendo, por un lado, con la renaciente vida artística y la transición política y económica españolas y, por otro, con la aparición de La poética de lo neutro de Victoria Combalía, desde donde se abogó por unos principios que hicieran comprensible la historia de la vanguardias. Sin embargo, pervivieron en su obra indicios casi expresionistas (como en la de muchos artistas de su generación, que, posteriormente, han servido a los historiadores para captar de forma meridiana la tendencia neo-pictórica española que proyectó nuestro arte a los círculos internacionales a mediados de la década de los ochenta, previo ensayo en las significativas exhibiciones de 1980 o Veintiséis artistas, trece críticos). Testigo de ello son los dibujos y collages que presentó en 1987 en la galerías francesas Utopía y Artem. El camino trazado por Hilario bravo fue una opción más dentro de las muchas por las que discurrió el arte en el País Vasco, muy diversificado ya en la exposición barcelonesa de la sala Metrònom de Mitos y delitos dos años antes.
Por esas mismas fechas, 1985, a raíz de su viaje por Europa coincidiendo con la revalorización de los principios psíquicos y el interés por el azar y los valores primitivos que Dubuffet había defendido y con la Muestra de Arte joven celebrada en el Círculo de Bellas Artes, que impulsó definitivamente a los nuevos creadores españoles, su vocación se fue orientando hacia estructura más elementales; pero, a diferencia del arte minimal y a contracorriente del exceso figurativo del momento, Hilario Bravo no vació de contenido toda su obra sino todo lo contrario, la dotó de un entramado cultural poco frecuente. Las diferentes aportaciones que fue recibiendo suscitaron en él múltiples emociones con una matizada impronta artística. El impacto que le supuso conocer el sinnúmero de apuntes que los antiguos grabadores alemanes dedicaron al sistema representativo, a la teoría de la pintura y al comportamiento espiritual del artista, le empujaron a ordenar el espacio en sus cuadros despojándolos de lo accesorio, desde un punto de vista técnico. Introdujo, resultado de la observación – como buen amante de los museos – y del análisis escrupuloso de obras maestras de nuestro siglo, cierta composición estructural propia del cubismo tardío parisino, el sutil erotismo de Klimt, la angustia vital de Kokoschka y la imaginería de Chagall, como bien ha señalado Teresa Mora en Ciudades como claves pictóricas, a propósito de su última exposición en la Galería Nacional de Praga en febrero y marzo de 1994. Sin embargo, fue el conocimiento directo que tuvo del expresionismo centroeuropeo, encarnado en Die Brücke, en el que estableció el eje central de sus investigaciones: el entusiasmo desorbitado de Heckel, la liberación del color de Nolde y la gravedad característica de Kirchner le hicieron plantearse el problema de la deformación de los objetos y de la realidad, sin ignorar, como había señalado Martineau, que "el pensamiento conduce al sentimiento". Todo un paso que será esencial para desentrañar su actitud plástica, su forma de presentar un mundo donde ya no es posible separar lo perfecto de lo desproporcionado ni la forma de su significado. Una doble mirada que se ve completada con la asistencia a la actuación del Ballet Nacional de Senegal, experiencia berlinesa que acrecentó su interés por la relación del arte moderno y las artes primitivas, vínculo que en 1984 se había establecido como definitivo en la exposición Primitivism in Twentieth Century Art, en el MOMA. Hilario Bravo definió su territorio como una vuelta a sí mismo frente a una sociedad industrial, asfixiada por sus propias necesidades. Determinó lo que hasta entonces había sido un mero balbuceo: una mitología particular sobre el hombre y sus pasiones, manifiesta en signos primordiales y distorsionados, con un contenido sociológico importante, resumido en una publicación tardía, en 1992, Bocetos africanos.
Lejos de cualquier exotismo, estas referencias, hacia 1987, le llevaron a estudiar las creencias y actitudes de las diferentes culturas. Los contenidos vitales aportados por el primitivismo, agotada la tradición grecolatina y por encima de cualquier perfección formal, dotaron a Hilario Bravo de una visión más intuitiva de la realidad, llenando sus obras de connotaciones aferradas a la existencia humana, muchas de ellas puestas en entredicho por la crítica al no reparar con suficiente cautela en estas cuestiones, demostrándose, con posterioridad, cómo han afectado plenamente al concepto de modernidad y a su crisis. Un dato significativo de ello, cuya influencia se advierte rápido, es la importancia que en este año de 1987 se otorgó a los dibujos automáticos de Masson, a la conjunción del inconsciente y de lo imprevisible y a la mitología como parcela esencial de conocimiento, entendida como algo consustancial a la realidad actual y en liza con las ideas propugnadas en 1983 por los mitógrafos Anne y Patrick Poirier en la Sala de La Salpétrière de la capital francesa.
Por esas mismas fechas, en 1987, cambió su residencia y estudio a Montánchez guiado, acaso, por un acto de fe laica, consistente en algo que puede ser factible. Su producción comenzó a centrarse en estos aspectos, apareciendo entrecruzados en los últimos cuadros: la vivencia y la identidad. Fruto de la herencia, fueron los instrumentos que, presumiblemente, le permitieron examinar lo que él consideró el problema fundamental de su pintura: el compromiso ético para hacer frente al vacío incierto en el que estamos inmersos. Inició una etapa de indagación sobre la realidad, tratando de corregirla a través de la metáfora. No hace mucho tiempo, en 1993, en este mismo sentido, con motivo de la muestra El bosque de Diana, Hilario Bravo así nos lo confesaba).
Pretendió, en última instancia, reflejar aquellas imágenes que laten en la memoria colectiva; imágenes que en muchas ocasiones pertenecen a lo que Platón denominó el conocimiento de las cosas ocultas, como más tarde demostró en Arco 90 al defender algunos postulados de la cuadragésima edición de la Bienal de Venecia, referentes a la apropiación de mitos e imágenes para construir un territorio cultural propio. A este respecto cabe señalar cómo en su universo creativo existe una referencia obligada, la figura de Beuys, artista que abogó, al igual que Hilario Bravo, no sólo por la intervención sobre el concepto en la obra, sino también sobre la materia y sus resonancias alquímicas, por una reconciliación de la naturaleza y la cultura, como hiciera en 1974 en el ya mítico perfomance realizado en Nueva York, I like America and America likes me.
La cercanía de sus composiciones a estos conceptos básicos, que siempre han huido de lo inmediato y del ruido en el que se desenvuelve nuestra sociedad, ha hecho que el artista vaya compendiando saberes que no se encuentran en los libros, reclamando silencio, vacío o infinito, en cualquier caso como un concepto próximo a la mística para recrear imágenes con solo apuntarlas en una superficies blancas o cenicientas que algo nos recuerdan al abismo. Las pinturas de comienzos de los noventa han recogido aquellos indicios que apuntan en esta dirección, siempre dentro de un examen pormenorizado y excluyente donde cabría reseñar, por encima de todo, la influencia del idealismo alemán al apostar por un nuevo idealismo espiritual. El resultado ofrecido puede tildarse de hermético, estableciéndose un distanciamiento con el espectador, que requiere un esfuerzo para desentrañar unos símbolos dictados por su experiencia, y cuyas únicas conexiones a nuestro alcance son sus títulos, expresiones mínimas y netamente orientales, que forman parte del enigma que representan, sus temas, aquilatados entre 1985 y 1986, se basan en unas alusiones al mundo femenino, al amor o a la muerte desarrollando el transcurso que une dos conceptos filosóficos, como son la totalidad y la nada. El ritmo se hace así necesario para Hilario Bravo. A través de él, de sus analogías, compone y recompone la compleja maraña de relaciones entre la Naturaleza y la Cultura, dando sentido a un mundo que parece no tenerlo. Su mitología contiene informaciones sobre el entorno, sobre las relaciones humanas, sobre los ritos…, pero ahondando en lo aportado por María del Mar Lozano Bartolozzi en 1992, la elección de un mito a parte de ser un compromiso interno, es un símbolo que posibilita el no apegarse al pasado del hombre, sino a su futuro. Según Hilario Bravo, no viene dado como una categoría absoluta puesto que se consigue, en gran medida, cuando se contrapone a lo inhumano. Esto es lo que permite diferencias a las personas de las cosas y es lo que da pie para reconstruir, según Ortiz-Osés en Mitología cultural y memoria antropológica, las imágenes "rotas" por una visión excesivamente científica que nos ha hecho pensar que más allá de la tragedia o del bien no existe nada.
Por esta razón, los materiales, minuciosamente escogidos, pueden determinarlos temas atendiendo a un doble compromiso, con los soportes y con la realidad, materializándose en una limpieza de ejecución y en una economía de medios que hacen que los raspados se agolpen, las telas sufran agresiones y se acumulen pigmentos y barnices para albergar señales enigmáticas y fragmentadas, cercanas a los ideogramas y al graffiti. Este aspecto formal se ve reforzado por otra nueva dualidad, la de la gama cromática, cálida o fría, clara u obscura, que marcan su reencuentro con una pintura cuya capacidad asociativa es insospechada.
Coincidiendo con una revitalización del concepto en el arte cuyo refuerzo vino dado en la Kunst Rai holandesa de 1989, en la que José Luis Brea revisó las dos ultimas décadas en España en un escrito sugerente, Antes y después del entusiasmo, que incidió sobre la pervivencia de las actitudes conceptuales al iniciarse la nueva década, las telas ejecutadas desde 1991 parecen estar concebidas como un ciclo en el que una obra determina la siguiente, condicionándola hasta el extremo que no existe un final concreto. Los fondos pasan de los tonos claros a los plomizos para volver a ser cálidos, creándose un estado fronterizo marcado por la ambivalencia. ¿Dónde está la verdad?. Tal vez en el enfrentamiento entre el vacío, como una entidad viva o como elemento central en el mecanismo del mundo y el gesto inconsciente que dibujan los signos para especular o bien sobre el universo o bien sobre nuestra propia naturaleza, aunque como planteaba Nietzsche, sin perderse en fáciles idealismos.
Al margen de que petos límites sirvan para proyectar los conflictos del subconsciente, el color está dotado de un papel estructural, a pesar de ser informal, que hace indisoluble la unión de los fondos y los trazos, unificando opuestos, acotando una realidad a la que casi es imposible poner límites e interrelacionando el sujeto interior de los cuadros con el objeto exterior o la razón con la sinrazón. Tanto el blanco, extremo de la gama cromática, no color, rito o frontera, como las cenizas, muerte y retorno, ocultamiento, recuerdo o negación de la obra, son fruto de una sensibilidad extrema y misteriosa en la que lo manifiesto y lo encubierto, lo trivial y lo sagrado se conjugan para hacer posible la pintura.
El cuadro se dispone así como si fuese un campo espacial con varios focos visuales donde se argumenta una estética animista, refinada y femenina, muy relacionada con la Naturaleza y con el pensamiento asociativo, como si Hilario Bravo hubiera aprehendido las enseñanzas de El libro del equilibrio y la armonía de Li Daoqun, en las que todos los elementos son, básicamente, una forma y una energía. Y es, precisamente, en esta unión donde Hilario Bravo expresa su rapidez mental: sus trazos son símbolos con un ritmo propio.
En sus telas parpadean cálices, exponentes de los principio femenino y litúrgico, escaleras y plumas, vínculos entre la virtud y el pecado, semillas, idea de lo que es posible, punteados fálicos prehistóricos, Cruces y ríos que nos recelan el paso de la vida y del tiempo, una flora que nos sumerge en la juventud o en la tragedia del lenguaje de las flores como en la Ofelia de Shakespeare, hachas o rayos con su poder destructivo, círculos o llamas rituales que hablan de perfección y eternidad… Conceptos que nos remiten insistentemente a esa Naturaleza y a lo que ella tiene de femenino. Hilario Bravo es de la misma opinión que John Steinbeck en Las uvas de la ira: la mujer posee una comprensión innata de la inmortalidad y con la maternidad alcanza la suya propia. Otra vez, dentro del mejor pensamiento español, ese doble carácter que pretende conciliar lo universal y lo particular, reflexionando sobre la modernidad y la tradición, como hiciera a principios del siglo XVI Fray Baltasar de Vitoria en Teatro de los dioses de la gentilidad, al concebir tales estímulos como una gran historia imaginaria cuyos elementos forman parte activa de nuestras circunstancias. Hasta tal punto existe esta ambigüedad, que en algunos cuadros recurre a las parafinas, resolviendo la obra desde dentro para establecer equivalencias entre la cera y la representación del alma o la resurrección y la otra cara de la ceniza, la imagen de lo material y lo mortal.
Como trasfondo de un universo que a veces resulta trágico y otra poético, siempre aparecen en sus lienzos paisajes esbozados que acusan al hombre de haber perdido el contacto con el medio circundante. La Naturaleza artificial que ha creado nuestra sociedad parece ser una mera ilusión personificada en un culto falso, Ante ello, Hilario Bravo reacciona mediante la ironía, incluso llega a tintar sus fondos blancos de rojo, como las obras ejecutadas en Mojácar, creando un sistema dual que acentúa la paradoja a la que asistimos diariamente: agresividad y vitalidad, creación y desolación borran los límites de la visión, apareciendo un espacio en el que conviven luces y sombras, superficies opacas y transparentes, con motivos –nubes, montes, olas- que simulan un ojo cósmico que se apodera e nuestra mirada. Incluso hasta cuando el artista siente la tentación de vaciar el lienzo para alcanzar la blancura absoluta.
Para aprehender esa esencia, Hilario Bravo es consciente de que el tiempo no ha de existir, siendo necesario despojar a los paisajes de sus aspectos mediante empastes, grietas o irisados para llegar a ser informal y, en consecuencia, ilimitado. Una trama, del blanco al gris, que sirve de soporte al ser humano y a un panteísmo como algo sustantivo e innegable. Sus improvisaciones, su contextura abstracta, sus garabatos hipotéticamente infantiles y su propósito de establecer unas normas que hagan confluir su mirada y su fantasía ratifican esta idea.
El espacio definido por su pintura propicia una investigación sobre la extensión del color y su estructuración, que comienza a dar resultados positivos. Cuestión que se deduce de una de sus últimas series, Los jardines del mundo, estrechamente vinculada con el díptico Extremadura destino de continentes, una incursión en la pintura de historia con una clara conciencia nacional, en la que cautivar e inventar, seducir y conocer, expresan un tensión inherente al fenómeno artístico, a la proyección de las propias dificultades internas y las de su época, a la creación y a su deleite.
La pintura de Hilario Bravo, repleta de contenidos escuetos, pero intensos al comprender su iconografía –a pesar de que algunos motivos tengan carácter de huella-, es fiel reflejo de un hombre imaginario que mantiene sus discrepancias con una sociedad en la que los llamados conocimientos científicos copan los sectores de la vida social, atendiendo más a la racionalidad que a la intuición. Sobre su mesa de trabajo, en su diario, aún queda una vaga ilusión de "volver a crearlo todo". Un notable esfuerzo vinculado como todo su proceso creativo desde los años setenta a Paul Klee, que parece dirigirse a una progresiva autonomía, donde los cuadros vivan su propia rigidez que marca la geometría y a favor de un enriquecimiento de las superficies y de la fuerza intelectual del contenido que parecía perdido en la década pasada.
Don Benito, Diciembre de 1994
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