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lunes, 5 de marzo de 2012

1999 ¡TENTE, NECIO!

 Felipe Núñez
Lux, 1997
116 x 89 cm


Ara de los vencidos, 1998
98 x 70 cm
             Es fama (o fábula) que así gritó Juan de Sahagún a un toro desmandado que atropellaba con todo calle arriba y calle abajo. Y fue el milagro que a la sola voz del santo la bestia se detuvo y cesó en su furia. En memoria del lance y como recuerdo duradero del lugar del prodigio, a esa calle salmantina llaman calle de Tentenecio.
            ¡Detente, necio!, sin perdón, es lo que dicen estos lienzos de Hilario Bravo. Mandan parar, siquiera sea un momento, a “la bestia loca del uso”, que ya no nos arrolla porque la cabalgamos (o, sin tanto miramiento, no nos empitona porque somos ella, o somos, por lo poco, el tropel que la sigue y la jalea). Y no se diga que ése del uso ¾el sentido coagulado que a diario ingerimos como dulzona píldora sedante, la cotidiana comunión con ruedas de molino¾, no se diga que ése es monstruo menor, animalucho, de entre el bestiario que nos amenaza. No se diga que es fiera que no escapa de la jaula plana de páginas y lienzos. Ni se piense que es tan solo esplín, malestar exquisito y elegante, en una cultura ahíta de signos repetidos y obesa de esa grasa, y sin rastro ya, casi, de músculo. No: el uso y la usanza que refuta Hilario Bravo es argamasa en la fábrica del horror real, el que hace sangre. Desaprender el uso es mandamiento, y estos lienzos son sus tablas. Negar la serie, interrumpirla, es el imperativo categórico del arte (y negar la serie de las series lo será del pensamiento). ‘Negación de la serie’ y ‘acceso prohibido al círculo hermenéutico’: rótulos, pues, alternativos de la colección de estos lienzos que contemplas, hipócrita lector.
Los cuatro ríos, 1997
225 x 184 cm
No será fácil, sin embargo, que esas palideces sobre pálida tela, esos signos amagados ¾abortados antes de ser signos de algo¾, consigan hacerse oír entre tanta bulla polícroma. Un rumor de fondo, disfrazado de figura, viene a acallarlos. Un ramaje espeso tapa a medias su tajante señal de STOP. Es la circunstancia, vasta y compleja, “municipal y espesa”, de su exposición.
Exposición es el nombre de la respuesta inmunitaria que contra el arte y su peligro urde el Ultrasistema –el hobbesiano Gran Leviatán que se vuelve más tonto y cruel a medida que se expande¾. (Edición se denomina si el cuerpo extraño es la palabra, y se dice política cuando se trata de fagocitar el anhelo de una vida más alta.) Exposición es lo expósito y mostrenco que se quiere que sea el signo plástico, es el índice de su rendición a un entorno que es real no más que en el sentido de lo efectivo, lo que tiene secuelas. (Así el germano wirklich, que significa apenas ‘eficiente’, ‘operativo’, pero que taimadamente amplia su campo semántico hasta los predios de lo verdadero, siendo así que no coinciden ni de broma lo real y lo eficaz: tanto más es algo nulo y falso, más entonces es rico en consecuencias; y, al contrario, lo real suele ser inoperante.) Exposición es el medio que usurpa el lugar del mensaje, es la forma que se incauta de todo contenido, y es el atrezzo enorme que disimula la ausencia patente del texto de la obra. (Texto, mensaje y contenido tuvieron su momento breve de hegemonía y de abuso, pero hoy el péndulo nos mueve al exceso contrario.)
Ara ábaco, 1999
100 x 81 cm
            Para poder decir, como dicen, “¡tente, necio!”, estos lienzos de Hilario Bravo guardan la debida distancia con su exposición, la devuelven a su naturaleza de accidente. Estos lienzos, y sus signos pálidos y escasos, se independizan de su aparato expositivo, lo miran de reojo, con cierta suficiencia. Tal su raro mérito.
            La belleza es extraña, afirma Poe. Y Adorno lo refrenda: “la denostada incomprensibilidad del arte hermético es el reconocimiento del carácter enigmático de todo arte, y la indignación ante las obras del arte hermético procede en parte de que sacuden la comprensibilidad de cualesquiera otras”. El enigma es requisito de la resistencia. Y si el arte no resiste y no niega, ¿qué será?: redundancia, prolongación indefinida de su serie, que ya cansa. No busques claves, hipócrita lector, en esos círculos y cruces, en esos rastros y aberturas insinuantes que destacan apenas de su fondo. No pidas auxilio a las palabras (que sólo te dirán lo que los signos no son, y de lo que no son la lista es larga). Aquello que puede decirse claramente, está ya dicho hasta la náusea, y agotado el repertorio posible de gestos que lo acompañan. Lo que puede decirse lo resume Vallejo (no lo repitas más, haz otra cosa): que “el hombre es triste y tose y, sin embargo, se complace en su pecho colorado”.
Toma con un grano de sal la autointerpretación misma del autor: si fuera cierto que sus lienzos quieren decir ‘otra cosa’, la dirían. Si fuera verdad que remiten a algo así como un suelo sagrado y originario, no ocuparían, como ocupan, el extremo opuesto de ese suelo. Una cierta astucia de la razón –puesta por una vez al servicio de la verdad y la belleza¾ encamina a estos lienzos en la dirección contraria de su propia exégesis. Detente un poco y mira, deja que pare la bestia del uso que cabalgas (y que no te aturda el silencio resultante). Porque eso no más dicen, como el santo: ¡tente, necio!

Catálogo Inst. Cultural El Brocense. Cáceres, marzo de 1999












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