Javier Cano
Santa Lucía del Trampal, sede de la Opvs Lvcis. Diciembre, 1996 |
Al vacío espacial al que inicialmente nos enfrentamos, la filosofía ha ido dotando al entorno de cierto sentido místico (o sagrado); un sentido que tiene su origen en sí mismo, en su concepción como entidad, en unas relaciones -a veces dinámicas, a veces orgánicas- que apuntan a intersecciones de líneas (o de haces) o a intervalos y denotan las influencias de unas funciones sobre otras dependiendo del tratamiento que le demos. El resultado no ha sido otro que la creación de aquello que hemos denominado lugar, y cualquier elemento que introduzcamos no serán más que apariencias que multiplican las posibilidades de la arquitectura. Así ha sido desde la prehistoria, desde las cavernas fantasmales ensombrecidas por el fuego hasta las pantallas alveoladas de lumbreras o las iluminaciones cenitales propuestas por los arquitectos de este siglo.
Monasterio de Yuste, sede de la Opvs Lvcis. Enero, 1997 |
De esta nueva realidad -configurada desde la ilusión- eran tan conocedores los obispos emeritenses de formación bizantina, Fidel y Pablo, o el godo Masona en el siglo VI, promotores de la basílica de Santa Lucía del Trampal, como Le Corbusier, Foster o Moneo: la arquitectura es un juego magistral de masas que no tiene sentido (riqueza y vida) sin la luz y sus variaciones. Sin ella nuestros sentidos naufragarían en un mundo informal y caótico en el que seriamos incapaces de ver y de medir. La luz es el conocimiento y el orden, y los arquitectos nunca han olvidado el principio platónico que señalaba la primacía del ojo sobre el resto de los sentidos por hallarse más próximo al sol.
La arquitectura encierra en este sentido lo estrictamente humano en límites infranqueables, pero la mirada anula con desmesura esas barreras y la imagen cobra su coherencia. La luz no es sino un momento en esta dialéctica que otorga al espacio invadido un carácter eminentemente eucarístico. Todo el arte constructivo gira en tomo a la idea de la luz, alrededor de un ojo soberano que se sitúa por encima del artista, y entre la mirada celeste y la humana se establece el límite de la visión. Un razonamiento eminentemente neoplatónico que nos conduce a pensar, como lo hizo Proclo en la antigüedad tardía, que el espacio es luz y vehículo del mundo material y tangible. De aquí a la metafísica y a la teofanía medieval hay un paso: La luz es Belleza y las formas se nos revelan a través de ella.
Cripta de Santa Eulalia, sede de la Opvs Lvcis. Noviembre, 1997 |
Con estos elementos, Hilario Bravo nos plantea una reflexión que va desde el ideal de nuestro pensamiento hasta la realidad caótica de la vida o, como apunta en uno de sus Diarios, un debate sobre las claves del espacio, sobre el orden de los objetos y su sinrazón. Una proposición que pretende hacer de la mirada una intención, desvelándola y haciéndola humana. En esta confrontación la arquitectura y la pintura se hacen realmente arte: una metamorfosis donde se traduce el mundo imaginario y se hace visible.
Para abordar este complejo tema, el artista recurre al mito de la mirada, a Santa Lucía, quien en el solsticio de invierno alumbra al nuevo sol, negando con los ojos el caos para penetrar en otras claridades. Una metáfora con tintes morales indiscutibles (tan antigua como el mito de Argos y recogida en el Renacimiento por Lorenzetti o Francesco del Cossa) que presenta el paso de una mirada profana a otra sobrenatural. Hilario Bravo despoja a las formas de todo aquello que las ata a lo temporal y se centra en una estructura interna que toca los principios arquitectónicos puros, la percepción de la luz como nexo entre el mundo físico y el de la conciencia y la contemplación como esencia de la pintura.
Don Benito, Diciembre de 1996
Conventual de San Benito de Alcántara, sede de la Opvs Lvcis. Agosto 1997 |
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