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miércoles, 7 de marzo de 2012

2004 PUERTAS DEL SUEÑO, I

LA ESCRITURA (IN)MEMORIAL.
(CONSIDERACIONES SOBRE LA PINTURA DE HILARIO BRAVO)
Fernando Castro Flórez

”El poder directo, descriptivo, de la palabra escrita;
el poder estético de la caligrafía”.
Hilario Bravo
 

Puerta del Ciclo presente. 2004
120 x 60 cm
Acrílico, carboncillo y conté s/ tela

El literalismo hegemónico (esa estética de la banalidad solidaria con la espectacularización mediática) ha arrojado a algunas prácticas artísticas a una zona de sombra en la decepción no tiene que ser, necesariamente, moneda común. A pesar de encontrarnos en una “época de pluralismo estético” se mantiene, sorprendentemente, una cierta desconfianza, cuando no animadversión, hacia la concepción del cuadro como planitud radical. Falta la tensión que uniría lo fragmentario con una totalidad (utópica), quedándose el imaginario preso de lo deshilachado, esto es, de las ocurrencias, de los aforismos, de una parquedad incapaz de apostar por lo “épico”. Por otro lado, la experiencia contemplativa está siendo sometida a una feroz ofensiva por parte de las estrategias teóricas contemporáneas, lo que de suyo supone un desmantelamiento de aquello que etimológicamente designa; en última instancia la textualización o, mejor, la interpretosis produce una ceguera o revela, casi con cinismo, que no hay nada que ver. La cultura de la “percepción distraída” acepta a regañadientes la demanda de pausa implícita en la lógica de la pintura, ese enfrentarse con un territorio exclusivamente desde la distancia, con una visión háptica. No comparto, en ningún sentido, el discurso perogrullesco sobre la “muerte de la pintura” o la “desaparición de la escultura”, incapaz de analizar las condiciones de una “clausura” en la que intervienen, entre otras cosas, aspectos epistemológicos determinantes. Con todo, no podemos sustraernos a la conciencia del final (consumada también en la metafísica o, incluso, en las concepciones emancipatorias de la política) de la pintura o de la escultura, como un dato revelador del tiempo de la tematización de lo artístico, cuando las claves curatoriales establecen, impunemente, sus reglas y, por supuesto, sus gustos. En la contemporaneidad se ha llegado a convertir en patetismo retórico lo que Timothy Clark llamó prácticas de negación, esto es, aquel “travestimiento” del proceso creativo en el que se llegaba a una defensa de la torpeza deliberada y, por supuesto, a una celebración de lo insignificante[2]; una “ironía debilitada” convierte a la experiencia artística en un como sí que elude cualquier responsabilidad: finalmente aunque la obra sea una chapuza vergonzante existe la justificación de que eso se hizo así a propósito. Comienza a ser una obligación moral llamar a las cosas por su nombre y, de esa manera, tenemos que comprender que muchas de las especulaciones creativas que nos rodean reflejan, sin más, la impotencia, eso si camuflada con una habilidad extraordinaria. En este contexto, sin duda, la obra de Hilario Bravo, con su búsqueda de lo épico o, mejor, de lo absoluto[3], tiene una condición intempestiva.


Puerta del Ciclo pasado. 2004
120 x 60 cm
Acrílico, carboncillo y collage s/ tela

Contemplamos los cuadros de Hilario Bravo y nos encontramos con un conjunto de gestos que están más allá de la maniquea e insuficiente caracterización de lo abstracto frente a lo figurativo. Este artista tiene conciencia de que es un pintor de palabras, alguien que dibuja cifras, entregado a una escritura gestual. Tengamos presente que el gesto es el significante imaginario del arte moderno: “La pintura moderna, en particular el expresionismo abstracto, subraya precisamente esta producción del significante, pero sería ilegítimo, en consecuencia, suponer que esta práctica implica una deconstrucción, una violación o transgresión del espacio pictórico”[4]. Uno de los rasgos sorprendentes de esta obra es el de la melodía y la diferenciación, una iteración originaria como salida del gesto y de la vida fuera de sí misma, hacia la ensoñación. Por otro lado, en estas pinturas está contenida una singular densidad temporal, que sabe sugerir con sus ritmos, la forma en la que cotidianamente afrontamos lo desordenado. Hay, en sus trazos, una mezcla de férrea determinación y, por supuesto, una actitud que busca la ausencia: el dejar ir la mano a su ritmo, el repetir el gesto como en una letanía, es una terapia, es dejar que otra parte menos consciente actúe. La mano está guiada por una visión devorante, pero también por un pulso (mejor que una pulsionalidad) que conforma un azar más inmediato. En esa fascinante tradición que marcarían, entre otros Tàpies, con su muro tanático, o Cy Twombly, con su “esfuerzo de lenguaje”[5], Hilario Bravo escribe la turbulencia del comienzo, sus signos obsesivos son como pensamientos que, como él mismo advierte, “surgen iluminando un compacto vacío”. Este artista va más allá de aquella concepción de la abstracción como grado cero o visión del fin[6]; el cero sería como una clavija sintáctica, un marcador del cruzarse de la designación y la significación o, en otros términos, un lugar en el que plenitud y ausencia están mezclados, como la soledad melancólica y la experiencia de la intensidad contemplativa. No hay ni un espacio de pureza ni un punto en el que propiamente no habría nada: el cuadro no está en blanco, sino más bien manchado, lleno de huellas, rastros de todo lo que se ha escrito, es un palimpsesto emocional.

Hilario Bravo, pintor del descenso a los infiernos, ha meditado, radicalmente, sobre la luz que atraviesa la oscuridad, sobre esa luz hermosa y, al mismo tiempo terrible, el destello que ciega y da la videncia, ese conocimiento numinoso que “mana de un foco mandálico espiritual para ir en todas direcciones, como una explosión, o que proviene de todas direcciones, como una implosión, pues esta forma de luz se nos suele mostrar como corona, aureola o nimbo que unidas al efecto de fulgor y resplandor parece querer siempre asociarse a un emerger de dentro a fuera, cuando bien podría representar un efecto de absorción o asunción de esa luz”[7]. La revelación instantánea desborda la memoria (esas pizarras en las que, para Hilario Bravo, se fija la cuenta de los días) que, sin duda, es para el hombre moderno algo absolutamente precario. Trías señala que, en este mundo en que ha gustado la naturaleza de ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de una ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas: “Sólo desde cierta lejanía respecto al mundo real es posible abrirse a una comprensión lúcida del mismo; sólo desprendiéndose de un mundo que se origina del derrumbamiento del mundo mismo en el que habitan cosas y abriéndose a la revelación del vacío y a la conciencia de la ausencia que sustenta ese mundo en el cual vivimos. Pero esa lejanía debe estar contrarrestada con una conciencia viva y comprometida con ese mundo sin cosas, toda vez que es sólo en él donde pueden brillar indicios y vestigios de lo que huyó o de lo que está acaso por venir. La experiencia filosófica de hoy tiene, pues, en la falta de las cosas, y en la memoria y esperanza que esa falta, sentida dolorosamente, desencadena, su apoyatura mundana”[8]. Tendríamos que acordarnos no de cualquier cosa sino del origen, de esa juntura del mundo y la tierra, en términos heideggerianos, en la que puede darse un acontecimiento, algo con una intensidad tal que pueda superar el cerco fanático de lo transbanal.
 

Puerta del Entorno. 2004
130 x 65 cm
Acrílico, carboncillo y collage s/ tela

Hilario Bravo, un pintor de una singular honestidad, despliega una resistencia poética frente a la estrategia comunicativa (que propiamente no comunica más que la nulidad), la asunción de su condición enigmática del arte. Hay en su obra un radical sentido de la imaginación material, tal y como lo entendiera Bachelard, que supone que los elementos confluyan para animar el espacio intangible y desencadenar la acción imaginante: “si la imagen presente no hace pensar en una imagen ausente, si una imagen ocasional no determina una provisión de imágenes aberrantes, una explosión de imágenes, no hay imaginación”. La dinámica de ausencia y presencia, la evocación y la apertura del cerco hermético, esto es, simbólico, obliga a liberar a la mirada de los condicionamientos que suponen los hábitos hereditarios. En un breve pasaje de la Poética, dedicado a las formas de la dicción artística, Aristóteles define de este modo el enigma: “La forma del enigma consiste, pues, en conectar términos imposibles diciendo cosas existentes”. En lo enigmático hay una particular densidad de metáforas, pero también una combinación o conexión imposible, la mezcla de sentidos literales y figurados[12]. El pathos de lo oculto está conectado con la concepción surrealista del imaginario como un plano (mesa de disección) donde se encuentra lo radicalmente heterogéneo. Los maridajes simbólicos que Hilario Bravo formula tienen mucho que ver con aquel enigma que, formulando que nada es sin medida, indicaba, “sin ornamento ni ungüento” en expresión de Heráclito, el camino de la más honda sabiduría. Aparece una especie de tiempo instantáneo que, sin embargo, está lleno de símbolos, ese “litúrgico itinerario de imágenes” del que hablara Miguel Logroño[13]. Ciertamente, su pintura es un sistema de articulación de símbolos (desde el esquema del río a la barca, la flecha, la espiral o el infinito) en el que encontramos la obsesión por la finitud, por el paso al más allá[14]. El símbolo místico es la representación expresable de algo que se encuentra más allá de la esfera de la expresión y de la comunicación, “algo que proviene de una esfera cuyo rostro está, por así decirlo, vuelto hacia dentro y alejado de nosotros. Una realidad oculta e inexpresable encuentra su expresión en el símbolo”[15]. Ciertamente, el símbolo no significa nada y no comunica nada, pero hace transparente algo que está más allá de toda expresión.
 

Puerta del Conocimiento. 2004
130 x 65 cm
Acrílico, carboncillo y collage s/ tela

La intensa obra de Hilario Bravo es una encarnación del pensamiento poético, dotada, de una singular capacidad metamórfica o, mejor, metabólica. En sus cuadros están sedimentadas las “huellas de las heridas”, una melancolía que es casi borrosa. “En el viaje con Caronte -escribe Hilario Bravo en su “Diario de Caronte-, más que la pesadilla de la muerte, se contempla su estupefacción. Es un tránsito, un viaje que comienza: no ha llegado la melancolía de la existencia, es más bien un estado atónito en el que sólo se aprecia la inseguridad de lo desconocido”[16]. Esa “pesadumbre melancólica”[17] hace que algunos cuadros tengan la condición (hermética) de vanitas[18]. Históricamente, la vanitas transmite el mensaje moral de la futilidad de los empeños humanos, la conciencia de la caducidad y la premonición de la muerte[19]. La melancolía ve las cosas bajo el prisma de la pérdida, el desprecio del mundo lleva a la conciencia a la afirmación de la vanidad de todas las cosas. La desilusión se apodera de uno en el mismo instante en el que se ha alcanzado el objeto de nuestros deseos, “se manifiesta precisamente en la aspiración a la soledad más perfecta y se muestra paradójicamente en el paisaje más idílicamente sereno”[20]. En el caso de Hilario Bravo, la tristeza, más que llevar a la sombra del nihilismo, le lleva a una intensificación del yo y a una búsqueda del kairós[21] por medio de lo poético[22]. No cabe duda de que esta pintura poética sedimenta una contemplación melancólica de la belleza pero, sobre todo, una temporalidad que es puro fluir[23].


Puerta del Laberinto. 2004
120 x 60 cm
Acrílico y carboncillo s/ tela

No falta la sensación de que la obra de Hilario Bravo tiene la condición del espejo[24]. La imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, esa identificación o, mejor, transformación producida en el sujeto (función del yo) cuando asume una imagen que constituye la matriz simbólica, antes de que el lenguaje le restituya en lo universal y le introduzca en situaciones sociales elaboradas[25]. Apuleyo, acusado de magia por poseer un espejo, hizo de él un elogio eficaz. El espejo, por sus virtudes para capturar las imágenes supera a la arcilla que está falta de energía, al mármol que carece de color, al cuadro pintado que no tiene cuerpo ni volumen, y sabe capturar mejor cualquier otra cosa el movimiento de la imagen en sus breves confines: “el espejo consigue, atrapando el movimiento de los objetos y personas que pasan delante suyo, plasmar en fragmentos el transcurrir de los años de la vida de un hombre y sus cambios”[26]. Pero en realidad el espejo no retiene nada, su fondo de azogue rechaza toda memoria, lo único que permanece es el anhelo de quien se contempla reflejado en él. Hilario Bravo convierte al lienzo en el soporte de profundas especulaciones pero, también, en esa superficie tensada que intenta dar cuenta de lo que se le opone, sean estos los acontecimientos del vivir cotidiano o los signos que vienen del tiempo inmemorial. “Algunos cuadros -advierte Hilario Bravo- parecen tener planos-relieve, como si fueran diferentes cristales pintados uno tras otros. Relieves creados por la propia consecución de los planos en la profundidad del espacio; relieves creados a partir de planos tremendamente planos: espacio primitivo, elemental”[27]. Lo que se refleja en pintura es el pensamiento sonoro y visual: “Cifras y letras en una no-literatura pintada; figuración precisa exacta”[28]. En última instancia el imaginario establece una pugna entre el recuerdo y aquello que se sustrae a la memoria, del signo a la abstracción de lo perdido. El artista busca la gracia del instante, esa experiencia del tiempo que no es tan fugaz, tan difícil y tan docta de la duración, “sino antes bien la experiencia despreocupada del instante, aprehendido siempre en su inmovilidad. Todo lo que es simple, todo lo que nosotros es fuerte, todo lo que es incluso durable, es el don del instante”[29].


Puerta del Retorno. 2004
120 x 60 cm
Acrílico, carboncillo y collage s/ tela

Insisto en señalar que en estos cuadros no se apela a la pureza ni tienen que ver con el reduccionismo minimalista, antes al contrario, hay en ellos una proliferación sígnica y una suciedad del mundo que marca el fondo[30]; Hilario Bravo abraza lo informe y la cifra, da en el blanco al manchar el lienzo que es estricta superficie. Ahí están las huellas del afuera, las pulsiones, los sueños, esos deseos que carecen de nombre y que sin embargo dibujan, en la mirada, la “figura”. Sabemos que el deseo puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. “Por consiguiente -escribe Derrida-, creo que, lo mismo que la muerte, la indecibilidad, lo que denomino también la “destinerrancia”, la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento del deseo que, de otro modo, moriría de antemano”[31]. Derrida sostiene que sólo porque no hay presencia plena es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte[32]. En la obra pictórica de Hilario Bravo, con esa radical interrogación sobre la muerte, puede concretarse el proceso de demeurer, algo que enlaza, en su multiplicidad de sentidos, con la reclamación de una singular intensidad de la vida[33]. Derrida afirma que sin la posibilidad de la diferencia, el deseo de la presencia como tal, no encontraría, de ningún modo, su espacio para respirar, lo que implica que aquél arrastra a la insatisfacción como destino: la diferencia, en última instancia, proporciona lo que prohíbe, haciendo posible, valga la paradoja, la misma cosa que hace imposible. La forma, para Hilario Bravo, es como el espectro del espasmo, una prefiguración de la muerte, vale decir, una aporía que revela el morir como “posibilidad de la imposibilidad”[34].


Puerta Perpetua, I. 2004
130 x 65 cm
Acrílico y carboncillo s/ tela

Hilario Bravo vuelve a dejar constancia de su obsesión por el principio al confrontar sus cuadros con unas estelas miliares del Museo de Cáceres. La pintura revela, radicalmente, su vocación arqueológica, funcionando, como he indicado, como un espejo de esas piedras ancestrales en las que encontramos aureolas, diademas, representaciones de ritmos solares, etc. Entre el escudo y la puerta, entre la estela funeraria y el fragmento defensivo, esos restos prehistóricos desafían a la mirada de Hilario Bravo que encuentra ahí la huella absoluta de la “presencia humana”. Esas son también pizarras del tiempo en las que han quedado grabados sueños, cosas accidentales como las que anota en sus diarios el pintor que quiso seguir la contabilidad de Caronte. Freud señaló que, tras la completa interpretación, todo sueño se revela como el cumplimiento de un deseo, esto es, el sueño es la realización alucinatoria de un deseo inconsciente[35]. “La creación de símbolos es una comprensión parcial por la negativa a satisfacer, bajo la presión del principio de realidad, todos los impulsos y deseos del organismo. En la forma de un compromiso, es una liberación parcial respecto de la realidad, un retorno al paraíso infantil con su “todo está permitido” y su realización alucinatoria de los deseos. El estado biológico del organismo durante el sueño es en sí mismo una reasunción parcial de la situación intrauterina del feto. Inconscientemente, desde luego, reescenificamos ese estado, un retorno a la matriz. Estamos desnudos, alzamos las rodillas, bajamos la cabeza, nos replegamos bajo las sábanas: recreamos la posición fetal; nuestro organismo se cierra a todos los estímulos e influencias externas y, finalmente, nuestros sueños, como hemos visto, restauran parcialmente el reino del principio de placer”[36]. El sueño nos atrapa y nos lleva hasta el abismo de lo sublime-descomunal, de la ternura, del recuerdo deshilachado de la matriz. Ciertamente, hay un nudo o estructura laberíntica que nos aparta de la clara visión de lo soñado, como el mismo Freud indicara, el ombligo de los sueños es lo desconocido, algo que está más allá de la reticulación del mundo intelectual[37].

Puerta Perpetua, II. 2004
130 x 65 cm
Acrílico, carboncillo y collage s/ tela
Un pintor contemporáneo coloca sus obras frente a cosas de un tiempo remoto, en verdad, se mantiene fiel a su tendencia a colocarse junto a aquello que juzga importante, esto es, en “sitios -según dice- que testifiquen su obra”. Ese gesto expositivo intempestivo, que tiene su propia cualidad hermenéutica, apunta, sutilmente, que somos contemporáneos de todas las cosas y que, desde esos signos incomprensibles para nosotros se proyectan hondas interrogaciones. Hilario Bravo introduce, entre los esbozos de escritura y las huellas abstractas presencias humanas, restos oníricos, que nos hablan, en última instancia, del origen de la obra de arte[38]. Acaso la certeza primordial sea la del tacto, esa “visión de mundo” que nos proporcionan nuestras manos, esas huellas que están diseminadas en los refugios preshistóricos, pero también presentes en el borde de los cuadros, como prolongaciones de la “presencia”. La mano tiene su propia sabiduría, como esa mirada que descubre la musculatura del mundo y al concretarse en el espacio bidimensional nos revela la extraordinaria experiencia de lo imaginario como un estar corporalmente en lo real. La pintura no cesa de reiniciarse, sin por ello dejar de contemplar, lúcidamente, el final; en realidad, la obra está en una encrucijada. Revela una singular preocupación por el “comienzo de los signos”, por ese nacimiento de la escritura que parece desmantelar a la memoria. La escritura, desde el Fedro platónico, es el hijo miserable y perseguido, el estigma de la filosofía occidental que renuncia así tanto a su cuerpo material cuanto a las huellas que podrían conducir al pensar mismo. Sin embargo, la dialéctica platónica no puede ocultar la capacidad de penetración erótica de la escritura; si lo escrito está fuera de la ley es porque es un bastardo, su voz no puede ser reconocida, el líquido, la fluidez es su elemento: “el esperma, el agua, la tinta, la pintura, el tinte perfumado: el fármacon penetra siempre como el líquido, se bebe, se absorbe, se introduce en el interior, al que marca primero con la dureza del tipo, invadiéndole con su remedio, con su brebaje, su poción, su veneno”[39]. En la escritura se presenta la posibilidad de atender a la presencia de lo otro, de un pasado sin dimensiones que llega infinitamente más lejos. Sin duda, las imágenes-escritura de Hilario Bravo están “envenenadas” por esa memoria que no sabemos de dónde viene. Sus signos “se pueden leer -según me comentaba- pero no se pueden traducir”. Son formas primitivas, seminales. Como Octavio Paz señaló, la semilla es el símbolo en el que encarna el lenguaje, mostrando que está siempre inacabado, dispuesto para renovarse en una siembra de plenitud. La semilla se encuentra en un tiempo anterior, es, como la obra primitiva, la inminencia de un presente desconocido, la irrupción del ahora en el aquí, es decir, la conformación de una hendidura que no es meramente vacío, sino también movimiento generador: “Apenas cae en el hoyo, la semilla rellena la hendidura y se hincha de vida. Su caída es resurrección: la desgarradura es cicatriz y la separación reunión. Todos los tiempos viven en la semilla”[40]. La mirada queda atrapada por los reflejos de estas especulaciones pictóricas, encuentra palotes como aquellos que quedan en los muros de la cárcel, las marcas del implacable paso de los días, palabras tachadas, figuras humanas esbozadas, centros sin centro, el zigzag de la mano, las letras que podrían definir el sentido pero que, afortunadamente, nos dejan en ese umbral, maravilloso, de lo enigmático.


Catálogo Las Puertas del Sueño. Editora Regional de Extremadura, Abril de 2004


Vista general de Puertas del Sueño
en la Sala de Arqueología del Museo de Cáceres.


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