Miguel Cereceda
Lo primero es preparar el lienzo. Al modo de un sudario para embalsamar un cadáver, el lienzo se extiende sobre el bastidor, se tensa y se empasta. Esa primera mancha es decisiva, porque es la condición de posibilidad, la condición de visibilidad de toda la obra. Rota desde Matisse la falsa dialéctica entre fondo y figura, el fondo se convierte en presencia decisiva y significante de la obra. Los fondos de Hilario Bravo son el principio y también el fin. Es cierto que la pintura es una cuestión de superficies, pero no por ello es un arte superficial. La verdad que la pintura expresa es en todo semejante a la "aletheía" griega. También la pintura es un desvelamiento, y lo que ella desvela, lo revela a través de sus "veladuras". Por eso también la verdad está en el fondo.
Embarcadero. 200 Acrílico, óleo y tiza s/ tela 200 x 180 cm |
Aguas, afirmación de la unicidad. 2000 Acrílico y óleo s/ tela 116 x 95 cm |
Pero en segundo lugar está el formato. El formato es diferente de la forma. La forma es un concepto de origen platónico extraordinariamente complejo. No es que quiera distinguir el fondo de la forma. Mi análisis formal se consuela de momento con esa versión degenerada de la forma, que es el formato. El formato, al menos en pintura, se refiere a la talla y a las dimensiones del lienzo. También a su textura y a su figura, pero sobre todo a sus medidas. Los cuadros de Hilario Bravo son grandes. Ya Kant nos advertía de que lo grande y lo pequeño son conceptos indeterminados de la facultad de juzgar. No hay nada grande ni nada pequeño sino es con relación a otra cosa. La otra cosa con respecto a la que se mide la pintura es obviamente el cuerpo humano. Cuando uno escoge por tanto un determinado formato establece igualmente una determinada relación con el cuerpo. Los formatos de Hilario Bravo parecen sugerir una relación corporal con la pintura: un enfrentamiento con el lienzo cuerpo a cuerpo, pues son en efecto grandes, pero no tan grandes que la extensión del cuerpo sobre el lienzo no alcance sus extremos por completo. El cuerpo se encuentra por tanto aquí presente, pero sólo en un sentido indirecto. Se encuentra más bien evocado, por la dimensión de la pintura, sugerido y sin embargo, si hay algo evidente en esta pintura es que el cuerpo no está presente. O mejor dicho, brilla por su ausencia.
Érebo. 2000 Acrílico, barniz y óleo s/ tela 116 x 95 cm |
No hemos hecho más que empezar un mero análisis formal y ya nos vemos remitidos a dos ausencias: el blanco de los fondos nos remite a la ausencia de significados, a la absoluta carencia de determinaciones, a la nada. El formato nos remite al cuerpo, al enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el lienzo. Pero el cuerpo sin embargo tampoco está presente; o mejor dicho, está presente como ausente: como muerto. No hemos hecho más que empezar, y ya tenemos un cadáver.
Será preciso por tanto seguir avanzando en su pintura. ¿Es que sólo hay aquí muerte y ausencia? Al contrario. Enormes manchas de color se erigen sobre el lienzo. Grandes signos. A veces hay plumas pegadas, a veces hay palabras escritas. No quisiera entrar todavía en la lectura de esos signos. Miro los cuadros y miro sus colores. Avanzar en la lectura de un cuadro no necesariamente es acercarse a la lectura de lo que en él está escrito .
Por eso es por lo que todavía decido quedarme en los colores. Si el blanco domina el lienzo es porque el blanco impone sus condiciones de inscripción. No es lo mismo la escritura sobre blanco, que la pintura sobre blanco. En cierto modo, el blanco mata el color. Kandisnky decía del negro que "exteriormente es el color más insonoro, sobre el que cualquier color, incluso el de resonancia más débil, suena con fuerza y precisión. No como sucede con el blanco, sobre el que todos los colores pierden sonido y a veces se disuelven, dejando un tono débil, sin fuerza" . Si por tanto el blanco ahoga los colores y los debilita, lo sorprendente de la paleta cromática de Hilario Bravo es que aunque se sirve de colores muy vivos: agresivos rojos, sonoros naranjas, amarillos luminosos, verdes brillantes, todos ellos sin embargo quedan entumecidos y apagados por la fuerza del fondo blanco. De modo tal que el extraordinario colorido de sus cuadros se matiza, se suaviza hasta neutralizar sus violentas disonancias. Con ello su pintura, para nuestra sorpresa, resulta finalmente armónica. Aquí no hay disputa alguna entre el dibujo y el color. Por más que haya dibujo, signos o figuras trazadas sobre el lienzo, el modo en que el blanco amalgama y homogeneiza los colores hace del cuadro una composición cromática coherente. Dentro de ella sin embargo los colores se singularizan. Aparecen como manchas extensas sobre el lienzo de colores casi puros o apenas combinados. De este modo cada color le otorga un peso dominante a la lectura de cada cuadro. Hay fascinantes cuadros con dominio del verde. En otros el rojo, el naranja o el amarillo se adueñan temáticamente de la tela. Podríamos tratar de apurar la lectura psicológica de los colores propuesta por Kandinsky, pero ello nos obligaría a entrar en una lectura detallada de cada cuadro, y eso nos obligaría también a hablar de su tema. Y de momento no quiero hablar del tema de los cuadros. Prefiero quedarme en una primera aproximación formal. Ir avanzando en los niveles de lectura, para dejar que el propio cuadro o el papel nos vaya hablando. Además, el coherente cromatismo de todos estos trabajos lo que pone de relieve es no sólo el diálogo que entre sí todos los lienzos establecen, sino también su unidad de intención y de sentido. Hay en ellos una coherencia formal y una misma unidad de tratamiento, que delata no sólo que son obras de un mismo artista -lo cual en esta tesitura es un conocimiento trivial-, por cuanto pertenecen a un mismo estilo, sino además que deliberadamente hay en todos ellos una obstinada unidad temática.
La suma de las aguas, I. 2001 Acrílico, óleo y tiza s/ tela 146 x 114 cm |
La suma de las aguas, II. 2001 Acrílico y aluminio s/ tela 146 x 114 cm |
Lo que más me llama la atención de las composiciones cromáticas de esta serie de Hilario Bravo dedicada a Las cuentas de Caronte es la aparente contradicción entre la serenidad del colorido y lo luctuoso e incluso tenebroso del tema. Uno esperaría que, para pintar el descenso a los infiernos, deberían dominar las fuertes estridencias y los colores sombríos. Cuando Delacroix pinta La barca de Dante (1822), lo inunda todo de colores tenebrosos. Él pinta ese momento en que Dante, de la mano de Virgilio, es conducido por Flegias hacia la ciudad de Dite, que se encuentra en el centro de la laguna Estigia (Infierno, VIII). Tal como Dante describe la oscuridad de las pantanosas aguas y los cuerpos enfangados de los condenados, así los pinta Delacroix: "L'acqua era bugia assai più che persa, e noi in compagnia de l'onde bige, entrammo giu per una via diversa" . Toda la luz aquí emana de los cuerpos de los condenados y, a lo sumo, de los rescoldos del infierno. Los muertos se agarran desesperados a la barca de Flegias y la luz que de sus cuerpos sucios surge es turbia y sombría. Según nos cuenta Etienne Souriau, para hablar de estos colores, en la Francia de los siglos XVII y XVIII, se hizo necesario apelar a sugerencias increíbles: "color muslo de ninfa emocionada... español enfermo... caca de delfín..." . Tal vez el color que les corresponde a estos cadáveres enfangados sea algo así como el color español enfermo. Sea como fuere, no cabe duda de que contrastan fuertemente con los colores luminosos y serenos, matizados ciertamente por el blanco, de la paleta cromática de Hilario Bravo. Esta paleta es chocante, pues no es la de los colores estridentes de lo sublime, el blanco o el negro, o su violento contraste a través del claroscuro, sino más bien precisamente aquellos colores que la tradición estética caracterizaba como los propios de las cosas bellas. "Los colores de los cuerpos bellos -decía Burke- no han de ser oscuros ni turbios, sino limpios y bonitos. Segundo, no han de ser los más fuertes. Aquellos que parecen más apropiados para la belleza son los más suaves de cada gama: verdes claros, azules claros, blancos débiles, rosas y violetas" . Escoger los colores de la belleza para hablar de las cosas de la muerte puede delatar una patología morbosa, pero también una cierta serenidad ante la muerte. Frente al sentimiento desgarrado de violentos contraluces del barroco e incluso frente al tenebrismo cromático del último Goya o del Delacroix romántico, Hilario Bravo se mantiene en una actitud serena ante la muerte, como la de quien contempla un fin seguro, ineludible y cierto, como la desembocadura de un río. Serenidad e imperturbabilidad que recuerdan el tono con que el emperador Marco Aurelio hablaba de la muerte: "Embarcaste, navegaste, arribaste: desembarca. Si a otra vida, nada está allí tampoco vacío de dioses. Si en la insensibilidad, dejarás de sufrir dolores y placeres" . Todo ello parece rodear este acercamiento hacia la muerte de una cierta belleza: sobriedad, serenidad, estoicismo. El 23 de febrero de 2000 escribió Hilario Bravo en su diario:
La suma de las aaguas, VI. 2001 Acrílico y aluminio s/ tela 146 x 114 cm |
No ha llegado el ansia de beber sangre de cabra, ni un recapacitar sobre la propia ausencia... solamente la sensación de lo tremendamente inmediato frente al infinito del tiempo y la angustia de la venganza -todavía no se ha pensado en que ésta pueda ser los recuerdos- frente a la rapiña del barquero.
Un sueño del que no se tiene conciencia de su interminable duración: una mancha de inexistencia.
Esta actitud del artista, manifestada en su diario, viene a confirmar esta visión melancólica, casi estoica de la muerte. Estupefacción con lo desconocido, fascinación con el nuevo estado. No ha llegado todavía la melancolía de la existencia. Estamos entonces aquí, en la muerte, como en un sueño. Un sueño del que no se tiene conciencia de su interminable duración. Una mancha de inexistencia -dice el artista. Me llama la atención lo extraño de esta expresión.
Ancha puerta de la tristeza. 2001 Acrílico, conté y collage sobre tela 162 x 130 cm. |
Es evidente que ya aquí volvemos a traspasar nuestro propósito. Habíamos decidido deliberadamente remitirnos a un análisis formal de los colores y, sin embargo, una vez más, ya estamos más allá. Más allá no quiere decir ahora, no quiere decir todavía, que estemos en el lado de la muerte, aunque todo lo que hagamos y pensemos nos precipite irremisiblemente hacia ella. De momento "más allá" tan sólo quiere decir que nos habíamos propuesto mantenernos en un nivel de análisis formal de los colores y que, de nuevo, una vez más, nos encontramos hablando y escribiendo acerca de los títulos de las obras; es decir, reflexionando acerca de sus temas.
Hades. 2000 Acrílico, óleo, carboncillo y barniz s/ tela 116 x 89 cm |
A diferencia del color, cuya aplicación puede parecer deliberada, la mancha sugiere una relación pasiva y negativa con la aplicación del color. La mancha es en general una de las formas de la suciedad y puede haber sido producida de un modo negligente o descuidado sobre el lienzo. Llamar entonces a estos cuadros en general "manchas de inexistencia" sugiere un cierto descuido y abandono, como una torpeza deliberada, en relación a la composición y a la disposición de los colores sobre el cuadro. Y sin embargo, lo que uno observa es ciertamente todo lo contrario. Para empezar, no hay en los cuadros de Hilario Bravo, a pesar del escabroso tema sobre el que merodean, sensación alguna de suciedad, de desaliño o de descuido en la composición. Por el contrario, sus papeles y sus lienzos se nos presentan luminosos, equilibrados y bien compuestos, no sólo centrados en la disposición del color, los signos y las figuras, sino incluso medidos y armónicos. Si sus cuadros son manchas no son desde luego manchas debidas a la falta de aseo o al descuido. Tampoco estas formas aparecen reprimidas y contenidas en los límites estrictos del dibujo. Es cierto que flotan sobre el lienzo en una libertad difusa, y que en esta libertad se superponen y yuxtaponen a las otras manchas y a los otros colores, pero no de un modo confuso y abigarrado, sino de un modo claro y delicado. Es cierto que esta claridad y esta delicadeza no procede en realidad de los colores mismos. Aplicados sobre el negro los rojos, los verdes y los azules de Hilario Bravo tal vez habrían resultado crudos o salvajes, sin embargo, sobre el blanco quedan matizados, atenuados, contenidos en la fuerza de su expresividad. Ello denota una orientación poética o lírica de su pintura. Y esta orientación exige sin duda un nuevo nivel de lectura.
Sea, 12. 2001 Acrílico y tiza s/ tela 146 x 114 cm |
Avanzar en la comprensión de la pintura es entonces simplemente continuar leyendo y lo que en este nivel ahora la pintura nos presenta son símbolos, signos y palabras. No me gustaría que ello me llevase a perpetrar un análisis semiológico en toda regla, discutiendo la taxonomía de los signos. Pero es evidente que si queremos profundizar en la lectura esta breve consideración es pertinente.
Por símbolo entendemos aquel signo que mantiene una relación natural con su significado. En este sentido lo utiliza todavía Saussure. "Lo característico del símbolo -dice- es no ser nunca completamente arbitrario; no está vacío, hay un rudimento de lazo natural entre el significante y el significado" . En la pintura de Hilario Bravo aparecen algunos de estos símbolos. Aparece el río, la barca, las plumas, la flecha, la espiral y reiteradamente tabién el símbolo del infinito. Notablemente -salvo uno- ninguno de estos símbolos se presenta en una figuración naturalista: ni la barca ni el río aparecen propiamente pintados, sino más bien esquematizados de un modo que tiende a subrayar su carácter simbólico. Es decir, se insiste en su valor de signo como signo. Con ello la pintura quiere dar a entender que no se trata en ella de una burda figuración, ni tampoco de una necia y arbitraria yuxtaposición de colores, sino precisamente de un sistema de articulación de signos. "Pensar es esencialmente -decía Wittgenstein- la actividad de operar con signos" . Con ello la pintura se presenta también a sí misma como una actividad pensante.
Ceros. 2000 Acrílico, carboncillo y collage s/ tela 187 x 160 cm |
Desde que la imagen del río fuese usada por Heráclito para hablar de la mutabilidad de todo lo existente, el río se ha convertido en el símbolo por excelencia del tránsito. La consideración de la propia vida como un río es más reciente y tiene seguramente en Jorge Manrique a su máximo valedor: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir...". Hilario Bravo se sirve de la imagen del río en su pintura como de un trazo de color, que a veces recorre el lienzo o el papel de arriba abajo, con sus zigzags o sus meandros, cruzando la superficie de color de un lado a otro. El río es también uno de los elementos simbólicos principales de esta exposición, que detiene parsimoniosa su mirada -a juzgar por los títulos de algunos cuadros- en la contemplación de los ríos del infierno: el Léteo, el Érebo, el Cocito, el Flegetonte, el Tártaro y la laguna Estigia. "Les es difícil a los vivos contemplar esto -le dice en el Hades su madre a Odiseo-, pues hay en medio grandes ríos y terribles corrientes y, antes que nada, Océano, al que no es posible atravesar a pie si no se tiene una bien fabricada nave" .
Pero de nuevo el tema, la imagen del infierno, se nos impone a la mirada, en una lectura que desea detenerse en el puro análisis formal. El símbolo del río está trazado con un esquematismo rudimentario, pero iconográficamente cruza con efectismo el cuadro, según una disposición que recuerda aquella línea serpentinata de la que hablara Willian Hogarth en el Análisis de la belleza. "De la enorme variedad de líneas ondulantes que pueden concebirse -afirma Hogarth- sólo hay una que es realmente digna de llamarse la línea de la belleza. Del mismo modo que sólo hay una línea serpentina precisa a la que pueda llamarse la línea de la gracia" . Si la línea serpentina trazada por la imagen del río recuerda de alguna manera aquella representación de la grancia y la belleza, entonces esta segunda alusión a la belleza en el reino de la muerte se vuelve inquietante y sorprendente. Pero vendría a confirmar en cierto modo aquella enigmática opinión que formulara Rilke en la primera de las Elegías de Duino: "que lo bello no es sino el comienzo de lo terrible" . Y sin duda aquí lo terrible se presiente, como algo que se acerca con una rara delicadeza. Y es curioso, porque parece que esta pintura quisiera presentar la extrema angustia y el desgarramiento, en medio de una extraña serenidad.
Flegetonte. 2000 Acrílico, óleo y aluminio s/ tela 116 x 95 cm |
También la imagen de la barca aparece como símbolo del tránsito, no sólo en memoria del trabajo de Caronte, el barquero que transportaba las almas entre el reino de los vivos y el de los muertos, sino también como imagen desvalida de la extrema fragilidad de la vida.
De entre todos estos símbolos puramente esquemáticos hay sin embargo uno que no sólo no está reproducido de un modo realista o figurativo, esto es, que no está representado sobre el lienzo, sino que está directamente pegado. Se trata del símbolo de la pluma. En primer lugar la pluma es signo de la escritura. Con ella la pintura subraya por un lado su carácter pensante o escribiente, como si no bastase el hecho de escribir palabras sobre el lienzo. Pero en segundo lugar la pluma está vinculada, como símbolo, a todo lo aéreo y celeste. Desde el Fedro de Platón, la pluma aparece también vinculada al mito alado del alma y, a través de ella, al tema del amor y al de la belleza. "El poder natural del ala -escribe Platón- es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma" .
Al igual que en la pintura de Hilario Bravo, en el Fedro de Platón se combinan de un modo extraño los mitos relativos a la muerte y a la contemplación de la belleza, en relación con la posibilidad de la escritura.
Esta obsesiva presencia de lo infinito la reitera Hilario Bravo con un último símbolo tomado de la iconografía tradicional: el ourovoros o serpiente que se devora a sí misma por la cola. Una vez más el símbolo se presenta burdamente esquematizado en su condición de signo: el símbolo con el que también la ciencia contemporánea designa al infinito: el ocho. El modo en que los ochos se despliegan por el lienzo les hace ocupar una posición intermedia entre los símbolos y los signos arbitrarios. Los ochos son pintados en ocasiones como grandes manchas de color y, en ocasiones, como meras cifras. Pues también los lienzos de Hilario Bravo están cuajados de cifras. Series de números que se acumulan unos sobre otros, al modo de una suma. Suma que finalmente es igual a cero: las cuentas de Caronte. Es difícil en este contexto evitar la idea de una vanitas. La reiterada idea cristiana, sorprendentemente presente en buena parte del arte contemporáneo, de que todo es en vano.
Manchas de inexistencia, III. 2000 Acrílico, aluminio, carboncillo y collage s/ tela 187 x 160 cm |
La comparación entre la pintura y la poesía es muy antigua. Ya Platón en el Banquete (205 b,c) señala que todos los artesanos son creadores y todos los artistas poetas, aun cuando sólo demos este nombre propiamente a los que hacen música y componen versos. También Aristóteles establecía en su Poética analogías entre la pintura y la poesía. "Puesto que la tragedia -decía- es imitación de hombres mejores que nosotros, hay que imitar a los buenos pintores (eikonógrafos): éstos, si bien reproducen la forma particular del original y buscan el parecido, lo pintan, con todo, más hermoso. Igualmente el poeta, cuando imita a seres iracundos, a indolentes o a otros que ofrecen rasgos análogos de carácter, debe representarlos así, pero excelentes, como el Aquiles de Agatón y de Homero" . Sin embargo, la analogía entre la pintura y la poesía quedó firmemente establecida para la cultura de Occidente con la Poética de Horacio y su célebre comentario de que "la poesía es como la pintura" . Esta comparación, "ut pictura poesis", no sólo nos legó el problema de la unidad de las distintas artes, es decir, el problema de lo que las artes tienen en común, sino que también nos legó el problema de lo específico de cada una de ellas, es decir, el de su lenguaje propio o el de su diferencia con respecto a las otras artes. También sirvió, a lo largo de la historia, para dotar de un contenido narrativo o de un contenido poético a la pintura. Con ella la pintura dignificaba su humilde posición de arte servil, disfrazándose de arte liberal, asimilándose los contenidos de la poesía. De ese modo apareció la concepción humanística de la pintura, que era una concepción eminentemente literaria.
Pero esta relación llegó a su fin con el Laocoonte de Lessing (1766), cuya intención era establecer "los límites de la pintura y la poesía", tal como rezaba su subtítulo. Lessing señaló que, mientras que la pintura tenía su medio propio de expresión en el espacio, el ámbito propio de la poesía era el del tiempo. Esto le imponía algunas condiciones expresivas a la una y a la otra. Si es cierto que la poesía es como la pintura, sin embargo no deben estarle permitido a ésta algunas cosas que aquélla realiza con mayor economía de medios y con mejores resultados. Así, la pintura debe cuidarse de no ser narrativa y de no presentar cosas feas y desagradables. Por su parte a la poesía le está vedado el ser descriptiva, incluso la descripción de la belleza, pues sólo de un modo muy prolijo consigue presentarnos lo que la pintura puede hacer con gran facilidad. Esta distinción de Lessing, al liberar a la pintura de sus contenidos literarios y narrativos, acabó por un lado con la concepción humanista de la pintura, pero por otro, le otorgó una gran libertad, al permitirle centrarse, como arte, en el estudio de sus recursos propios: la imagen, el dibujo y el color. Gracias a su esfuerzo teórico, la pintura se libera de la rémora de exigencias literarias que la asediaban y se convierte no sólo en un arte autónoma, sino además en una de las artes que más han hecho por transformar nuestro concepto contemporáneo del arte, reflexionando específicamente sobre su propio lenguaje. Durante el s. XIX, con el impresionismo y durante el s. XX, con las vanguardias (con el cubismo y con la abstracción, fundamentalmente), la pintura se convierte en la punta de lanza de las artes, exigiendo su absoluta autonomía y su absoluta libertad con respecto a las otras. Siguiendo su modelo muchas otras artes (la música, la danza y la escultura) alcanzaron también su emancipación. Y sin embargo, esta absoluta libertad de la pintura parece que a la vez consiguió privarla de algunos recursos que también le eran propios: principalmente de sus capacidades narrativas y, en general, de su vinculación con la poesía.
Es cierto que así y todo la pintura nunca dejó de estar relacionada con la poesía. Los principales teóricos de la vanguardia (Marinetti, Tzara, Apollinaire y el propio Breton) eran poetas y entendían los desarrollos del arte desde un punto de vista eminentemente literario. Sin embargo, con la afirmación de la creciente autonomía del arte, esta relación terminó por disolverse. Con el expresionismo abstracto sólo de un modo muy indirecto se pudo mantener, pero desapareció por completo con el arte minimal, cuyos objetivos exigían explícitamente una atinencia escrupulosa al lenguaje de la pintura, lo que significaba propiamente liberarlo de sus rémoras expresivas y literarias.
Por eso es por lo que, por un lado, hemos dicho que, con su vinculación a la poesía, la pintura falsea sus recursos. No es posible hacer comparecer en el lienzo el sentimiento evocado en el poema ni utilizando alguno de sus versos a modo de título, ni tampoco trascribiendo literalmente sus palabras sobre el lienzo. Mediante ello no es la pintura la que se presenta, sino la poesía la que se representa. Y sin embargo, a pesar de sus reiteradas advocaciones a los poetas, a pesar de las innumerables referencias y a pesar de los títulos, la pintura de Hilario Bravo no es poética solamente en este sentido. No es poética porque invoque a Baudelaire o a Pessoa en sus lienzos y en sus papeles, sino más bien por una utilización consciente de sus propios recursos pictóricos en un sentido poético. ¿Qué es entonces una "pintura poética"?
Deliberadamente hemos emprendido un análisis de la pintura de Hilario Bravo que pretendía atenerse únicamente a los recursos expresivos de la pintura, evitando la referencia a los significados, es decir, evitando la referencia a sus contenidos filosóficos o literarios. Pero es evidente que este puro formalismo no es posible, porque constantemente los signos nos llevan más allá. Aquí el "más allá" no era tan sólo la propiedad eminente de los signos de ponerse en lugar de otro al que designan, sino también el reiteradamente vernos precipitados en el abismo y en la nada. Esta inquietante presencia de la muerte, desde el blanco de sus lienzos, hasta el título y el tema de sus cuadros, nos hizo tomar su pintura por una especie de vanitas moderna. Es más, incluso en algún lienzo (como en Manchas de inexistencia nº 16) esta relación con la vanitas tradicional es subrayada por la presencia fantasmal de una calavera. Pero no por ello es precisamente poética la obra de Hilario Bravo. Su contenido poético se delata más bien en dos aspectos, con los que me gustaría concluir esta meditación. El primero tiene que ver con la integración de la temporalidad en un arte puramente espacial y, el segundo, con el melancólico tratamiento que esta integración de la temporalidad introduce en la contemplación de la fugacidad de la vida como belleza.
La temporalidad -ya lo hemos visto- fue rechazada por Lessing como forma de expresión de la pintura. Sin embargo, la temporalidad se integra en la obra pictórica de Hilario Bravo de varias maneras. En primer lugar como mancha. Sus fondos blancos no son nunca de un blanco inmaculado, sobre el que se levanten los colores de la pintura. Por el contrario, hemos dicho que eran blanco sobre sucio o sucio sobre blanco, lo que da a entender precisamente un proceso de corrupción y de envejecimiento, como de paso del tiempo sobre el papel o sobre la tela. Pero, la temporalidad está también presente en sus cuadros como signo. Las invocaciones al paso del tiempo son evidentes en la imagen del río, en la del barco o en la de la noria. Pero incluso en aquella acumulación de cifras y de sumas cuyo resultado total es igual a cero, está igualmente presente la sucesión del tiempo. Ya Kant en la Crítica de la razón pura señaló cómo precisamente la Matemática se funda en el tiempo, porque su forma, la forma del número y su sucesor, es la forma misma de la temporalidad. Pero la temporalidad era también, desde Lessing, el ámbito propio de expresión de la poesía y con esta reiterada presencia de la temporalidad en su pintura posibilita Hilario Bravo en primer lugar la presencia de la poesía en su trabajo.
Pero en segundo lugar, esta consideración poética de su pintura se advierte en la melancólica belleza que emana de su contemplación. Este no es tampoco un juicio subjetivo que uno no pueda defender sin argumentos. Ya hemos mencionado las repetidas alusiones a la belleza que esta pintura oculta en su interior. Por efecto del blanco de sus fondos, los violentos contrastes de color se matizan y suavizan, hasta conformarse sorprendentemente con aquellos a los que Edmund Burke caracterizaba como colores propios de las cosas bellas. Tampoco es azarosa la presencia en estos cuadros de sinuosas líneas serpentinas que evocan igualmente aquella a la que William Hogarth denominara la línea de la belleza y de la gracia. Por último, la presencia alusiva a algunos mitos platónicos se convertía también en evocación de la belleza. Pero lo que más nos llamaba la atención de esta mirada era el contraste aparente entre el objeto de contemplación (el reino de los muertos) y el tono en cierto modo complaciente, sentimental de dicha mirada. Ello procede en realidad de que, lo que melancólicamente aquí se considera, no es propiamente la muerte ni el infierno ni la nada, sino más bien el propio fluir irremisible del tiempo, el modo en que éste todo lo lleva consigo y lo arrebata. El diario de Hilario Bravo que acompaña estos cuadros no habla de otra cosa. A pesar de que son notas ocasionales que evocan sentimientos muy intensos, subrayan doblemente su obsesión con la temporalidad no sólo por su contenido, sino por el hecho mismo de estar fechadas al modo de un diario. La temporalidad era entonces el territorio propio de la poesía y lo que hacía de los cuadros de Hilario Bravo una pintura eminentemente poética. La temporalidad era entonces también aquello de lo que repetidamente no habíamos querido hablar para no romper el análisis formal, pues era propiamente su tema.
Catálogo Junta de Extremadura: Consejería de Cultura y Gabinete de Iniciativas Transfronterizas, y Círculo de Bellas Artes. Madrid, enero de 2001
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