LA BUENA MUERTE DE HILARIO BRAVO
Felipe Núñez
Amenaza la tempestad entre sus cejas. 2000
Acrílico, carboncillo, óleo y aluminio sobre tela
146 x 114 cm
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Va por delante -más no se puede- que a la obra de Hilario Bravo ya hace tiempo que no le faltan trámite ni póliza para eso que llaman “inscribirse en el campo”, esto es, para su alta en la nomenklatura, la traducción de su valor a números redondos, el eco de los debidos exégetas -de los que otorgan carta de existencia- y la exhibición dentro de foco y nunca en zona de sombras ni en microcircuitos autistas y onanistas, ni bajo la bombilla mortecina de las periferias.
Ahora bien, no se debería despreciar tan pronto y tan sin matices esa paradójica exhibición a oscuras, puesto que la patrocinan el quínico griego y el judío clamor en el desierto, es decir, que la avalan lo mejor de padre y madre, y constituye quizá la sola maniobra indigerible por el Gran Digestor. Y a no desdeñar tampoco el gesto autárquico y emancipatorio de Onán, dado un entorno de objetos del deseo indeseables, y más vale, entonces, Juan Palomo que Don Juan desganado. O sea, que lo que se dice beneficio neto de la tal inscripción en el campo es apenas lo que tiene de escapada del melonar periférico y su pringue --que no es poco el rédito--, pues una vez reconvertida dicha provincia en “parque temático de sí misma” -sic Juaristi respecto de la suya, pero aplicable a todas-, ya ni siquiera cabe cantar en su favor el viejo menosprecio de corte y alabanza de aldea -ella misma, la provincia, se hizo corte a escala y miniatura grotesca del centro, con sus reyecitos de naipe y sus ministriles y edecanes y sus trapisondas e intrigas- ni ya es cierto que se la rehúya al precio de su fondo de bucólicas, porque los tales bueyes lo son de cartón piedra, o animatronics si más modernos, y siempre llevan pinchado un rótulo que reza “bueyes”. Eso lo comparte la provincia con el parque temático: que la autoalusión pertinaz, la reducción del lógos a logo y el letrero enorme son su versión degradada de la autoconciencia, y alarde delator de aquello que más carecen: realidad. Pero es modo de vida y a su sombra, y de ella, se sabe que viven y beben muchos. Es decir, que la provincia parquetematizada, a fin de cuentas resulta que sí es real aunque lo sea no más a la alemana: real en tanto que operante, efectiva, wirklich; y no a la latina, pues la latinidad no eligió lo que funciona para mentar lo real -lo que más funciona y hace historia y genera mundo es justo lo irreal: Dios, Pueblo, Patria, o, por resumen de su común origen: un sentido pegajoso que suelda las palabras con las cosas y así amalgamadas las orienta hacia el hombre-, no eligió eso el latín sino que prefirió decir ‘real’ con lo dable y lo dado: res (de un rē indoeuropeo que significa ‘dar’, viene ‘real’ y viene aquel buey o res que la provincia desrealiza, y así se le devuelve la moneda a Heidegger, porque en esta ocasión --y no es cualquiera, figúrate: ¡lo real!-- es el término latino el ontológico y auténtico y el que brota de la tierra y va a ella -“somos plantas”-, mientras que el término germánico es el óntico y falso, y donde las dan las toman[1]). Como quiera que sea, la parquetematización de la provincia -vuelta de tuerca local en un proceso global de falseamiento y mengua de la vida- impide aprovechar algo de lo poco bueno del signo de los tiempos (o, si no bueno del todo, al menos ambiguo y de doble uso): el estallido del centro en mil periferias equipotentes.
Schrei. Mar en llamas, 2000 162 x 130 cm |
Por lo tanto: la huida de las fauces del Gran Digestor -imperativo categórico para los productores de textos y lienzos y esas cosas- ya no tiene un destino físico, geográfico, ni requiere un viaje real, como era el caso de los desiertos eremíticos y, a contrario intento, el de las islas afortunadas, sino que el refugio es ahora virtual y alegórico: o bien microcircuitos masturbatorios mutuos -éste, verbi gratia-, donde la imaginación de lo que excita es libre y perfecta --sin la enmienda que impone una vida en derredor insuficiente-- y ahí construye a placer su mundo a la medida del deseo; o bien quinismos ya sin Alejandro que venga a ver qué pasa. Y esto último le ahorra al quinismo un punto de falsedad que lo lastraba: la espera secreta de un Alejandro que desairar -ya no acuden alejandros adonde el tonel del quínico y así se evitan el desplante- y la voluntad de exhibición de su no exhibición y el demasiado querer su no querer, y que se viera.
Sacar las cuentas de Caronte -que la suma de todo da cero-, es diligencia previa indispensable en el balance de pérdidas y ganancias de la inscripción en el campo; y aún otra prudencia contable consiste en deducir lo real de lo efectivo. Y todo eso le atañe no poco a esta obra de Bravo, porque nada le falta para su eficacia en el campo del arte. Ni más ni menos eficacia que la que el campo tolera -pero es tolerante al extremo, y gourmand, y sus grandes bouffes son célebres-, a saber, toda la eficacia y nula, que es el modo y el grado de vigor vigentes para textos y lienzos y cosas del estilo[2]. Y los más de ellos, tan contentos, tan facundos y alipios, sin conciencia ninguna infeliz ni queja por su impotencia, porque no imaginan otro efecto sobre el mundo que ése del juego de espejos y el titilar de espejuelos y la inscripción en el campo. Hasta hace poco ocurría que la conciencia infeliz y la avidez de eficacia eran rasgos notorios suyos, y eran incluso su misma condición de posibilidad, pues, si no, ¿a qué tanto lienzo ni texto ni performance ni instalache? Productos del espíritu felices e inocuos los diseña mejor y más bonitos la industria del entretenimiento -pero entretenimiento mientras qué, en qué aguardo; nunca se dice, porque bajan las ventas, pero es aguardo de la muerte-. Dada la relativa pobreza sensorial de las artes cultas, no hay color en la comparación, y cuando quieren remediar su indigencia de meneos y brillos, las artes cultas dan de bruces en el show business. Lo malo es que toda crítica posible de la impostura del espacio público -el dichoso “campo”- debe hacer uso del concepto de autenticidad, estropeado a fondo por Heidegger et alii. Conocido eso, la razón cínica remata a puerta vacía y bendice a gusto la inscripción en el campo. Y si censuras su torpe baile de máscaras, responderá que tú más y tú peor, que llevas la metamáscara de no llevarla.
Sabe rancio ya el que fuera desiderátum y programa máximo de los productos del espíritu: el baudeleriano poder para abolir la Iniquidad o, en el colmo de su muy denunciada desmesura y para escándalo de mansos, la potestad de resucitar a los muertos (así Vallejo: al grito de “¡no mueras!”, unánime, el cadáver -asegura- “incorporóse lentamente, / abrazó al primer hombre; echóse a andar...”). Imitación de Cristo, sí, pero ahora en luciferino o prometeico nombre propio -dése por dicho todo aquello de Feuerbach-, y, entonces, en rechazo airado de cualquier vicariato, heteronomía o pulsión de servidumbre, y a eso se llamó “nuevo régimen”, ¿te acuerdas? Porque el poema moderno -sensu lato poema y moderno-, al mal no sólo opone su trazo o su voz, no sólo lo maldice, sino que de hecho cura y repara, y en sentido positivo, edificante, posee el vigor del fiat y la ejecutividad de la sentencia. Y si no, si no tiene eso como desiderátum, no es buen poema (qué viejo suena y sabe).
Y no comprendo cómo el tiempo pasa, 2000 146 x 114 cm |
En consecuencia, si a la obra de Hilario Bravo le conviene a mayores el visado, que me arrogo, del departamento del “todo es nada” y el “odio a lo existente”, sección de asuntos disyuntivos y dia-bálicos -por abusar del aparato conceptual de Eugenio Trías, que para eso están los tales aparatos, y su uso ortodoxo sería parálisis y filología-, si ese visé le viene bien o lo quiere como penacho -es prescindible a efectos de inscripción en el campo-, aquí yo lo estampo de grado y sin medias palabras, lo juro. Porque es la verdad que a estas telas y papeles de Bravo no les falta de nada para inscribirse en su campo, y ni siquiera les falta eso que la jurisdicción diabólica perita y acredita: que tratan con lo que importa y tocan el punto erógeno y mortífero -no son dos puntos extremos sino uno, y no se oprime el uno sin a la vez pulsar el otro-, respecto de lo cual, todo lo demás es cháchara y es un irse la vida en comercios con vanas sombras.
Verdad también que esta obra, en cuanto lenguaje articulado -que lo es, aunque no sólo-, es conjuntiva y sim-bálica, y propone, según yo leo sus tesis casi explícitas, un pacto con lo que hay --por resumen y raíz de lo que hay: la archienemiga muerte-- y una reconciliación y religación con lo real deficiente -léase ‘deficiente’ como redundancia y epíteto de ‘real’-, y detrás de eso late un retorno de lo reprimido del antiguo régimen (lo reprimido era nada menos que lo propio del hombre que ocluyó el nuevo régimen). Pero la explicitud religiosa que leo y veo en lo de Bravo no estorba, sino al revés, el visto bueno dia-bálico. Si al demonio se lo llevan los demonios y arde en ira, no es porque alguno enuncie tesis reconciliatorias y cicatrizantes, ni porque exhiba con pericia, como es el caso, los consiguientes símbolos y signos de alianza -eso abre un diálogo donde el diablo medra, y es el dia- su arte cisoria, y su oficio y afición la disputa teológica y la refutación de toda teodicea-. No, lo encoleriza justo aquello que no contiene tesis ni símbolos francos, sino anonimato, inconsciencia, afasia y fuerza bruta y ciega en la rendición a lo real deficiente. Dicho de otro modo: la fuerza de las cosas, la propensión de la amalgama de pesada materia y sentido untuoso (i.e., el mundo humano), es religiosa, religante, suturadora de grietas, articuladora de fragmentos, y sólo un cierto lógos, no todo ni el común, se le opone y es diabólico[3].
A este propósito hace notar Eugenio Trías que el arte del siglo XX lo ha sido de predominio de las potencias disyuntivas --negaciones, desfiguraciones, fatigas, agotamiento de repertorios, ilegibilidades, cuadros blancos y negros-- y que tal disyunción hegemónica, no obstante, “ha ido generando, a la larga, una tradición y un arsenal de formas y de signos que [...] han actuado como potencias conjuntivas de modo irónico y paradójico, pero enormemente efectivo.” [4] (Un matiz: “enormemente efectivo” lo habrá sido --eso y cualquier cosa relativa a este “campo”-- sólo ad intra del arte, para su coleto, porque, respecto de los mundos de vida, el arte del siglo XX fue más bien inoperante y no proveyó de materiales al imaginario colectivo, o no en la medida en que solía, o a no ser por la vía oblicua de su influjo en el diseño, en la arquitectura o en el PIB, y encima para nada que fuera tañedor de puntos mortíferos y erógenos, sino para la así dicha “estetización difusa”, que es el lugar idóneo de la inactivación y el malentendido de cualquier gesto potente.) Como sea, lo cierto es que el arte vigesémico se atrancó muy pronto y dio en repetición ad nauseam, y ya sólo normal y epigonal, de su primitivo gesto negador. Y tempranamente pasó eso y no tan “a la larga” como afirma Trías, pues alguna vanguardia, neonata --lo recuerda Jean Clair[5]--, se alistó en el campo de las extremas conjunciones nazi o soviética, y sólo se dio de baja cuando y porque la echaron (saben los sistemas conjuntivos, o lo sabe la astucia de su razón, que los disolventes les sirven tan solo en tiempos de mudanza y de parto de lo nuevo, y que, pasado eso, mejor y más conjuntan el kitsch en lo privado y el titanic en lo público). Con la excepción de un fondo y bajo obstinado de tímidas “llamadas al orden”, el arte del veinte ha sido ensayo de gestos negadores, uno tras otro y hasta agotar la lista --gestos negadores ad intra del arte y/o negadores poco eficaces de un entorno visto como deficiente--, y opuestos entre sí tan solo en la apariencia (para pasto y gozo de taxonomistas o comparativistas profesionales de gestos). Tanto niegan o se niegan el expresionismo abstracto como los minimal, o el arte-objeto como el conceptual, y negadores lo son, ahora en el modo de la rendición y la ironía --ironía bífida: melancólica o cínica--, el pop y las posmodernidades. E incluso aquellas “vueltas al orden” nunca se reclamaron de verdad de un paradigma pre-vanguardista de representación pacífica (nadie se atrevería a pretender eso en serio, y, por ejemplo, Chagall no es Murillo). Tanta negación, pues, sucede que se espesa --así Trías-- y forma grumos conjuntivos, y apenas en los momentos de transición entre tendencias recobra fugazmente la potencia disyuntiva.
Mancha de inexistencia, nº 44. 2000 146 x 114 cm |
No obstante, le falta decir a Trías --a lo mejor porque no piensa eso o porque piensa que no--, le falta decir que el mentado proceso de mudanza de lo originariamente disyuntivo en conjuntivo no es un episodio, no una peripecia histórica del arte que pudo haber sido otra, sino que la dicha conversión de lo negador a su contrario encarna y hace manifiesto el ladeo de materia y sentido aleados, y aliados, hacia lo afirmativo ciego. Y si, ahora en palabras de José Jiménez, la fuerza de las artes debiera serlo “para forjar imágenes de plenitud y contra-plenitud humanas”, y el tan traído Trías insiste, loc. cit., en lo necesario de un diálogo lúcido (yo lo enfatizo) entre lo conjuntivo y lo disyuntivo del arte, ocurre que eso exige la misma intensidad tética y temática y las mismas luces ardientes en el uno y en el otro extremo. Y no puede ser, si ha de haber diálogo y juego de figuras y contrafiguras y de plenitudes contra nulidades, que el uno luzca lúcido y tajante en sus cesuras y el otro sea ciego colapso del espíritu en la naturaleza o, a lo más, lógos romo que apenas levanta de su mundo[6]. Pues la verdad es que escasea muy mucho la oferta de explícitas y lúcidas tesis conjuntivas y de auténticas imágenes de plenitud. De modo que al lógos diabólico se le hurta el diálogo y se las tiene tiesas no más que con la fuerza conjuntiva de las cosas --donde siempre pierde--, y no te extrañe si se va a profetizar en el desierto o si se refugia en un tonel fuera de foco (contra la opinión común, no es cierto que ande el diablo suelto por el mundo, sino Dios, el ser, la pesada masa con su aleación y alianza de sentido, y haciendo de las suyas, y sin reivindicar siquiera sus crímenes, que era lo mínimo).
Pues bien, no hay en lo de Bravo, y a eso iba, ninguna complicidad anónima y afásica con lo existente, como sí la hay en nueve de diez imágenes que exhibe el campo del arte (por mucho que las nueve se inscriban, de oficio o por defecto, en la tradición negadora, o imiten o parodien de oído sus muecas, o justo por eso mismo ocurre que son imágenes sonámbulas o zombis, y cómplices tácitos de lo real deficiente --¡siquiera fueran cómplices expresos y a sabiendas!--). Esto de Bravo, al contrario, se mueve adrede e insomne en un intersticio de plenitud y nulidad. Su obra es tética y deliberada, y se deja leer y recibir sin paréntesis hermenéuticos ni filológicos --en asunto de arte, habría que decir ‘paréntesis filoplásticos’, pero espanta--, de ésos que atrapan y sojuzgan el designio, el intentus, del objeto que encierran, y no le consienten ser sujeto e interlocutor en pie de igualdad con la voz hermenéutica cantante. (Signo de los tiempos: que los productos del espíritu vienen ya de fábrica sin contenido actualizable, hechos un puro contexto sin meollo de texto ni rastro de las tales apelación, tensión y pretensión. Mejor así, mejor tal para cual y mejor que sea homogénea la exégesis con su objeto --ambos “sombras y errores” y “laboriosas naderías”, por decirlo con Borges--, porque da pena ver y leer cómo se filologizan o hermeneutizan los viejos intentus potentes, los que pedían aún escucha y réplica.) Es, pues, la de Hilario Bravo obra aplicable que habla y da que hablar de lo que importa, y en el dicho intento suyo se escora y bandea hacia la plenitud, pero en esta serie lo hace mediante paradójicos gestos de nulidad. (De la precedente Liturgia, subrayé una vez tan sólo aquel valor previo a los valores plásticos o lógicos: su carácter de obra despierta, vigil, y su tácito nessun dorma entre un mar de adormideras. Pero, bien visto, eso dice poco acerca de su valor sustantivo. Es apenas buen augurio, porque el estado de vigilia no suele versar sobre négligeables.)
Gestos de nulidad --sumas cero de las cuentas de Caronte, hidrografía exhaustiva del infierno, sumidero del tiempo que nos traga...--, sí, pero en medio de un aparato de formas y colores benignos, amables, elegantes y calmos, sin un solo grito, expresión ni aspaviento --un lienzo que Bravo intitula Grito y otro Schrei, entiendo que son cita, guiño e ironía, u homenaje, respecto de su famoso homónimo y antípoda--. Ni siquiera sus colores fríos resultan inhóspitos --leo en algún lugar que lo consigue por la virtud de una emulsión secreta en la que el frío se entibia-- ni las manchas y tachaduras bruscas son agresivas, ni las pinta una mano suelta a la que muevan sin mediaciones el pecho o el vientre. (Presencia de calculados trazos, borrones y ovillos oscuros: tal destaca en esta serie sobre las precedentes y es su amago de giro y de coherencia formal con su tema sombrío.)
La calidez envolvente y la belleza de las telas y papeles de Bravo no son de ahora, no obedecen a Kehre ni a periodo cálido entre otros tibios o fríos, como se comprueba a la vista de sus series previas (y para el ojo conjuntivo, quítense de la belleza las cursivas, porque, a poco que te relajes de un lógos diabólico --que cansa y cuesta tenerlo en pie full time--, es la de Bravo belleza sin atenuantes). Una hipótesis explicativa de la citada maniera bella o bella sería que su mano pictórica madura, y articula sus elementos (se hace estilo), en un tiempo de posmodernidad cálida --en los primeros ochenta--, que es tiempo de citas, mal o bien traídas, y de poesía poética: lluvia en los cristales, paisajes de otoño, hojas muertas, melancolía sin bilis negra, ruina pródiga y no ruina putrefacta. Tiempo también de alivio de la tensión metafísica y de mirada amistosa sobre las apariencias (Vattimo)[7]. Y se me ocurre esa explicación externa porque desde un principio me choca el desacuerdo que aprecio entre el pintor y su obra. Esto es, que de la tecnología del yo de Hilario Bravo, de su careo ante el mundo, se esperaría algún desgarro, algún zarpazo en sus telas y papeles, alguna eclosión de formas y colores venenosos o algún grito a la usanza del Grito, pero no. En sus lienzos y papeles es Bravo enteramente diurno y apolíneo.
Un exégeta suyo, Tomás Paredes, habla de dos actitudes intelectuales, afectivas y plásticas en la obra de Bravo, a saber, “estados de perversión” y “estados de inocencia”, o, de otro modo -precisa-, “pensamiento lógico” y “pensamiento mágico”. Y al parecer, según Paredes, habría que asignar a lo primero, lógico-perverso, las series con rótulo disyuntivo (Lenguaje angustiado, Cenizas, y, entonces, a esta misma de Las cuentas de Caronte), mientras que a lo segundo, inocente, converso e inmediato, correspondería la obra expresamente conjuntiva (Opvs Lvcis, Liturgia...) -conjuntiva e incluso religiosa, de lo cual no le faltan signos manifiestos: aras, escaleras, cálices, cruces-. Pero yo no lo veo. Eso segundo, porque no veo ni leo inocencia en ninguna de las series de Bravo, ni en las conjuntivas ni en las tituladas disyuntivas, o, a lo más, lo que hay es llamada a la inocencia y plegaria suya, pues la inocencia se pierde donde quiera que tome nombre (es del orden de cosas del olvido, que no se puede invocar sin impedirlo). No habrá inocencia cuando hubiere, como hay, tal plétora de citas literarias y estilización tan notable de los motivos, y tan multi-alusiva y connotativa -no es la suya la mano inocente del niño que pinta blancas barcas sobre la cuadrícula, sino su aprendido gesto, lo que no es fácil ni le quita méritos-, ni habrá inocencia si hubiere necesidad, que la hay, de un studium (Barthes) para leer y gozar todo eso. La inocencia, y de nuevo Barthes, no se lee sino que se recibe como punctum, punzada, flechazo, pincho. (En el par opuesto conciencia/gracia, el pensamiento y las artes caen siempre del lado de la conciencia. Y el colapso que tanto delato del espíritu en la materia, no es, ni mucho menos, qué más se quisiera, recaída en la gracia, sino en la cortedad y el malentendido.)
Y lo primero tampoco lo veo, porque no hay perversión, y no la hay, coherentemente, en la obra rotulada conjuntiva, ni la hay en esa otra que dice cenizas, olvido, angustia y muerte. No, pues su envoltura de formas y colores bellos la convierte y le lima los filos y le embota las puntas, y así resulta que tampoco pincha ni contiene punctum.
En un texto propio, Bravo solicita el nombre de vanitas. Se dejarían, tal vez, llamar así las telas y papeles de esta serie si no fuera por la mentada inconsistencia entre la forma y la tesis, entre una lógica de la nulidad y el simultáneo desmentido mediante su patente esplendor plástico. En el tipo ideal de la vanitas hay correspondencia perfecta entre el medio y el mensaje explícito --a menudo demasiado explícito, demasiado decidor y demasiado poco sugeridor, que es el modo de decir peculiar de las artes, y ésa fue querella, ya hace treinta años, del lógos diabólico con el arte engagé, su aparente aliado--. Todo en el cuadro de vanitas toma el color hueso viejo de la calavera --ocres, oros deslucidos--, o bien la colección de chucherías mundanas --libros de vano saber, relojes, instrumentos músicos-- resplandece a una luz intensa y extraña, nada halógena sino halófuga, pero anacrónicamente artificial, que les barre como un viento helado su atmósfera de sentido --la falsa orientación de las cosas hacia el hombre-- y las unge de una entidad y una consistencia y persistencia amenazantes --eso se confunde a veces con voluntad de representación realista-- y de certeza atroz de duración --más allá de la muerte del ausente o el dormido dueño del ajuar--. En las vanitas ‘clásicas’, otra vía más sutil --menos toscamente alegórica-- de adecuación de tema y forma consiste en el uso --a mayores de la gama de ocres o de la luz espectral-- de un fondo negro contra el que las piezas del bodegón del caso se abisman[8], una negra nada de fondo a la que todo se aboca y de la cual cada cosa representada lleva sobre sí el estigma. Los fondos blancos o claros disonarían en un cuadro de vanitas, pues el blanco es aviso de existencia inminente, lugar de acogida de un signo que se avecina, albo mantel que anuncia viandas, y así el tópico de las páginas y los lienzos en blanco. Si se quiere, se puede hacer signo o símbolo de nada tanto del blanco como del negro, pero la blanca nada comparece como nada inaugural y como expectativa, mientras la nada negra sería terminal depósito y sumidero de vanidades.
Óbolos. La suma, 2000 162 x 130 cm |
Lo que pasa con la vanitas es que el contrapunto de la nulidad, lo pleno, queda por definición fuera del marco, fuera del mundo. Lo pletórico que redime de lo vano y efímero del mundo cae del lado del trasmundo, y ése es dato que conoce y aporta el ojo del lector-espectador de la vanitas barroca y pre-barroca. Juan Baldung, en su celebérrimo óleo Las edades y la muerte --que hoy, yo lo he visto “con estos ojos que fosforescerán”, inactivado ya su intentus, decora recibidores--, por si no fuera evidente el dónde de la indemnidad, va y la pinta, breve y luminosa, en un ángulo celeste de su tabla, o sea, que explica el chiste: aquí delante lo nulo y allá lejos, Cristo Jesús, lo pleno. Ahora bien, en una vanitas hodierna la plenitud del mundo ya no más cabe ponerla, sin vergüenza ni sospechas de estafa, en un plano trascendente. Cualquier propuesta o apuesta suya, del nuevo régimen acá, debe ser inmanente, y mejor aquí y ahora que para después. En suma, que si son vanitas éstas de Bravo, ocurre que incorporan el contraste de su tesis, y la plenitud la llevan dentro del marco, y así sus fondos resultan acogedoramente claros, de modo que anulan, o al menos domestican, cualquier sobrepuesto signo de nulidad. Es decir, que hay otros mundos de redención de la muerte, pero están en éste.
La contraria tesis dia-bálica --a la que da pie la vigilia simbólica de Bravo-- no sólo concede sino que comparte y aplaude la eliminación del plano trascendente, pero sostiene además que no hay contrapartida ni existe, en un estado de cosas intolerable, tal ámbito inmanente de redención, y que la melancolía debiera ser coherente bilis negra, no lánguida tristeza --en secreto gustosa--, y que la ruina no es pródiga sino putrefacta, y que el “todo es nada” con sus negros fondos reina sin estorbo. Un verdadero lógos diabólico añadirá, sin embargo, a ese dato irrefutable su non serviam, su desacomodación de lo que hay y su enemistad radical con lo real deficiente, y el empeño, no importa que baldío, en su remedio. Así, el diablo, frente a la muerte, se reclama de Hércules, quien en su undécimo trabajo --cuentan-- bajó a los infiernos y apaleó debidamente a Caronte con su propia percha. Y luego dio a beber vida y sangre a los muertos, y a uno que le puso pegas, un tal Menetes, siervo de Hades, también lo sacudió a placer y le rompió varias costillas.
Sea como fuere, otro requisito del visto bueno diabólico de la pieza de arte, y que cumple de sobra Bravo --ya observó el mandamiento infernal de la vigilia y la apertura del diálogo--, es la renuncia a la autonomía idiota de lo plástico --ojo, ‘idiota’ sin faltar y en sentido meramente etimológico--, o, a contrario, la aceptación de grado del desbordamiento del arte por sus marcos y demás límites, y de la paralela porosidad de éstos a lo que venga de fuera. Aquel derecho de autodeterminación del arte se reclama, por ejemplo, mediante la reducción de la obra a lo óptico o lo táctil --y tal significaba, entre otras cosas, el venir de fábrica ya con los paréntesis hermenéuticos o filoplásticos puestos--: superficies, texturas, irisaciones, materias, calidades, etcétera; o mediante reducción a cierto objetual del que el mercado abastecería, y abastece, mejor y más bonito y barato. (De nuevo en este caso el gesto negador que tales menguas implican sólo se libra de devenir paradójicamente conjuntivo en los momentos de transición y en era de pioneros, y luego ya será moda y norma boba y otra vez colapso del espíritu en la materia.) Con la reducción a lo óptico y lo táctil se cree y se quiere permanecer a salvo de las palabras y de otro grado y modo cualesquiera de representación, porque una obra tal, sólo óptica o táctil, “no [tendría] sentido fuera de los sentidos” (sic Aníbal Núñez, aunque hablando de otra cosa a la que sí conviene la dicha autonomía y exención de las palabras). Pero, curiosamente, después se busca romper a toda costa la mónada leibniziana del arte autónomo y se pretende rellenar el hueco de sentido así abierto con ríos de palabras y mucha patafísica (vid. los catálogos y las autoexégesis del arte óptico o táctil), o, con más decencia, se limita la exégesis a ubicar la obra en la microhistoria del arte y la vana etapa de su autor --ahora trae verdes y hace dos años grises marengo, y esas cosas--. (Hay que contar con raudales de potencia para que el arte solamente matérico o superficial de qué hablar y diga algo, y estoy pensando, por ejemplo, en Florencio Maíllo.) Pues bien, Hilario Bravo no reivindica autonomía ninguna y mantiene francas y expeditas las fronteras de su arte de manera que las palabras entran y salen como Pedro por su casa. No hay tampoco en Bravo --otro requisito que cumple-- meta-plástica, es decir, que no acata el dogma de que el tema del arte es el arte. Él ya articuló los elementos de su mano y juntó las piezas de ese puzzle y ahora lo utiliza para otros propósitos que la permanente y cansina autoalusión. En este sentido es arte conceptual el de Bravo --no por nada pinta y tacha palabras que vienen a cuento y se envuelve en citas literarias--, pero lo es sin la tesis parásita de la indiferencia del objeto-arte y la sola importancia del concepto (tal tesis es un claro non sequitur). No, a la idea no le despreocupa su encarnación plástica ni ésta es mero excipiente prescindible para el vigor de su ideal principio activo (y si no, ¿por qué Kosuth instala su Una y tres sillas, y luego se repite con tres paraguas y así podría seguir ad infinitum?).
Autorretrato conmigo mismo, 2000 Fotomontaje |
Nada le falta a la obra de Bravo --se ve venir-- para su inscripción en el campo del arte, campo minado donde habrá de cuidar muy mucho la vigilia y otros méritos extraños que le reconoce un lógos disyuntivo y dia-bálico, y habrá de cuidarse de la recaída del espíritu en la materia y de la falsificación y mengua de la vida que ese campo promueve a sus anchas (siendo, como era, el lugar de justamente lo contrario).
(Un punctum sí lo hay, y me desdigo, y abre de nuevo espacio al diálogo aquí donde se cierra: ese montaje fotográfico en que Hilario Bravo se lleva a sí mismo, niño con baby y gorrita, de la mano. ¿Pero adónde lleva Hilario a Hilario? En el contexto de la tesis de Las cuentas de Caronte, lo conduce quizá, con un dulce y terrible y melancólico “no temas”, a la muerte.)
Catálogo Junta de Extremadura: Consejería de Cultura y Gabinete de Iniciativas Transfronterizas, y Círculo de Bellas Artes. Madrid, enero de 2001
[1] Desde luego no es caso único. Lo mismo pasa, por ejemplo, con ‘pensar’, que en romance alude a lo grave que el que piensa suspende en el aire y lo mantiene pendiente de un hilo con su sola fuerza, y lo balancea y lo sopesa --todo eso, sin quitar palabra, resuena en un (s)pen ancestral que da ‘pensar’--; mientras que al germánico modo, el pensar tiene que ver, según Heidegger, con un blando ‘agradecer’ (Denk, Dank), y el que agradece de mano, sin de qué --que se sepa, o, si no, que digan qué agradecen--, ése realmente no piensa sino que mendiga con rezos dones del ser, pero un requisito del pensar era el non serviam.
[2] Toda la eficacia porque no hay restricción y a cambio no hay auténtica eficacia, o al menos no hay eso --ni trabas ni, en contrapartida, efectos-- donde el mundo que viene ya acabó de venir y el poder se hizo bobby y va sobrado con la porra y el pito para corregir transgresiones veniales. Que ni siquiera a tanto alcanzan las transgresiones del arte, pues nunca pone un pie fuera de campo ni se sale del marco y, sin embargo, cumple por vía nefanda y en el modo del malentendido el viejo mandamiento de la fusión de arte y vida. Y la bobbización de la violencia --dicha ‘legítima’-- y la flojera consecuente de su destinatario vienen ambas por astucia anónima de la razón y por mano invisible, no por designio de ningún concreto astuto ni comité de ellos, que ojalá esto último porque así habría dónde darles y mesa de reuniones a que adosar la bomba, mientras que la astucia anónima y la mano invisible, ya que son vanas sombras como la Gorgona Medusa, se quedan tan anchas si las tiroteas --ahí yerra el tiro Unabomber, gran ávido de eficacia de su texto--. El bobby se trasmuta de pronto en guardia de asalto sólo si alguien ensaya eficacia real --pero real real, rara avis, y para mentarla hace falta mucho énfasis, como en el café café café, que así y todo es achicoria-- o si otro alguien da suelta a su ontofilia (hay excelentes remedios virtuales para socorrer la ontofilia, y cada vez mejores gráficos y software que los mueve, de modo que ya no sirve en juicio la eximente del malestar --de la naturaleza-- en la cultura; llámalo ahora, a lo más, molestia o incomodidad, y te aguantas). En otro caso no hay restricción y la eficacia es toda, y tanto da el crudo gore o snuff como la melancólica marina kitsch: igualmente eficaces. Y nula la eficacia lo es por eso mismo, porque es eficacia intransitiva o pronominal y no escapa de su pompa de jabón irisada, que nunca estalla. Es como si en ese mundo que viene y que va viniendo --al que no se puede censurar sin murria, porque es sin duda “lo mejor para el hombre”--, como si en ese mundo se hubiera puesto por obra la monadología de Leibniz, de suerte que cada vez que con tu texto o tu lienzo operas sobre un afuera aparente, en realidad te las ves con secreciones y exudados de tu propio espíritu. Si luego ocurre que todo encaja y que el mundo no consiste en mera colección de delirios privados, es, también como en Leibniz, por virtud de una cierta armonía preestablecida que tampoco instaura un comité de astutos sino que sale sola.
[3] Lógos lo es del mundo de dos modos distintos. En sentido subjetivo --es decir, cuando ‘mundo’ hace de sujeto en el sintagma ‘lógos del mundo’--, lógos lo es del mundo porque pertenece al mundo y es, por tanto, lógos mundano. Y en sentido opuesto, objetivo, lógos lo es del mundo porque el mundo es su objeto y el lógos lo contiene, lo comprende y lo engloba a la manera conjuntista. Esa distinción ideal --lo real sería su mezcla y su gradación en los concretos lógos--, lo primero que pone delante es la cuestión de la credibilidad: quién va a creer al lógos cuando el mundo es su ventrílocuo --y lo es el hombre, como soporte por excelencia del lógos--. Qué va a decir el mundo de sí mismo, o qué va a decir su fragmento hombre, si lo dice con la boca chica de un lógos que es no más su apéndice vermicular. Se ve venir: dirá que el mundo es bonum y pulchrum. No se crea esto, ni su contrario si lo dijera (diría lo contrario un lógos resentido à la Nietzsche). Sólo será creíble, diga lo que diga, un lógos exento, emancipado del mundo, y que ha hecho caso hasta el límite de la excentricidad del hombre y sus cositas, esto es, que ha tomado nota debida de la histórica y biográfica expulsión del hombre y su mundillo de un centro que usurpaban --eso, el lógos se lo dice a sí mismo, quién a quién si no, y cómo no va a hacerse caso--. El tópico de la razón situada (razón presa en la historia, en la tribu, en el lenguaje, en el animal humano) es recentramiento del hombre en los meollos y es defensa contra el fulgor de aquel logos exento que te dice a la cara la verdad aunque la verdad te mate. La razón situada es tópico certero que describe muy bien el modo de ser del lógos del mundo en su sentido subjetivo: una razón que levanta poco de la superficie y es bajorrelieve de la materia o neblina baja que la cubre o vocecita que le suena dentro (en términos marxistas: superestructura que apenas sobresale de su base, o verdad en tanto ideología --o conciencia falsa--, o conocimiento en tanto que interés). Pero el enunciado y la averiguación de la razón situada fueron faena propia del lógos exento, porque sólo desde su otero se distingue cuánto y cómo la razón es situada --desde la situación no se podría--. Y afirmar lo contrario (que no hay tal lógos sobrevolante en círculos y que toda razón es razón anclada en una u otra materia), eso es delirio y autocontradicción de la que sale cualquier cosa, y las más veces salen monstruos reales, de los que te devoran, y no mero mal sueño goyesco.
[6] Recaída del espíritu en la cicatrizante materia, reconversión anónima de lo disyuntivo en conjuntivo, naturalización de las conciencias y descanso del esfuerzo de un lógos dialógico y exento: toda esa entropía, tan gaseosa que parece, cristaliza y prueba la verdad de su abstracción en concretos episodios históricos. Y aunque en realidad cristaliza siempre en la secuela inmediata de cualquier diabólica república o revolución --francesa, rusa, rumana, etcétera--, considérese ahora, por lo que nos toca, la autodenominada Transición, con su célebre razón situada de la “libertad sin ira”, polvo que es de estos lodos y cimiento hondo de esta cleptocracia de baja intensidad a la que nadie toca un pelo, porque hoy tú y mañana yo, y es casi universal su círculo de beneficiarios. Se le reconoce eso: que su botín de baratijas, más o menos llega a todos y que en un demos de ladrones no se miente si a la cleptocracia se la llama democracia. A su facticidad obscena la cubre una pudorosa túnica de validez de la que sólo se atavían sus vestales ridículas durante el turno pacífico en que no roban sino que son robadas. Y apenas parece buena cosa por contraste con algo aún peor que se le opone, magro mérito que no se cansa de abultar Vargas Llosa. Qué ocasión se echó a perder cuando, no hace tanto, cada cual se hacía el alto, el guapo, el listo y el honesto a la vista de ciertos escritos y estampas donde eso constaba (un tiempo, pues, todavía de eficacia política de lienzos y textos). Que de haber durado un poco más el fingimiento, quizá se hubiera solidificado en hábito y luego en carácter y por lo tanto en ética (por seguir la serie de Aranguren). Pero no, enseguida obró la fuerza ciega con su pesantez y su murmullo a flor de tierra, y se prefirió el relax del naturam sequi y ya no más se tomaron por modelo los dichos textos e ilustraciones diabólicos. Y, obedeciendo al de Hipona, se miró hacia dentro, donde a las claras se lee en doble hélice el “roba y mata” y el “prefiérete a ti mismo” y el apócrifo de Píndaro “sé el que eres” --selectos que fueron en evos de éxitos--.
[7] En efecto, hay no sé qué de italiano en lo de Bravo y antes aún de su estancia en Italia, como si ésta fuera confirmatoria de algo previo y el no viaje iniciático que suele. La citada época de maduración de su maniera es en España no tan melancólica. Lo es de eclosión y derrames --tras el larguísimo tapón--, y poco de eso hay en la pintura de Bravo, sino contenimiento y dominio (auto y hétero).
[8] Al respecto (y de ahí tomo el tema): R. DE LA FLOR, FERNANDO, “Negro, Nada Infinito, Vanitas y cuadros metafísicos en la pintura del Siglo de Oro”, en: Barroco, representación e ideología en el mundo hispánico entre 1580 y 1680; en prensa.
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